El pánico


Las lenguas incandescentes se elevaron en la noche. A Jesús le pareció que las llaman lamían las estrellas, viéndolas desde donde estaba, sentado a horcajadas sobre el follaje y cubriéndose la mano de tierra e insectos aplastados.
- El mar no perdona… inunda las calles… y los hombres abren sus ojos, espantados ante la ola eterna que los engulle…
Fran alzaba los brazos y cantaba, aderezando su ebrio discurso con algún que otro eructo. Jesús llevaba un tiempo viéndolo todo a través de un cristal furioso y deforme, como quien permanece frente a un libro que detesta pero que no puede dejar de leer. Odiaba el fuego, odiaba la noche y la cerveza sabía a hiel. Pero no podía mover un solo músculo.
Fran movió los brazos y arrojó algo a la hoguera.
- Feliz navidad- eructó de nuevo-. Sabes, el alcohol es el desayuno de los poetas. No ha habido genio que no haya gozado de su trabajo entre tragos.
La voz de Fran sonaba diferente de cuanto había oído en los diez años anteriores. Los separaba una especie de velada lejanía. Sus palabras también le sabían a mierda, pero por algún motivo sentía que entre ellas se escondía algo parecido a la reinvención; una catarsis que se aproximaba, inminente, como la oscuridad se acerca al moribundo.
- Adelante, Jesús. Tíralo.
Sacó la cartera de su bolsillo y la abrió. La fotografía de Eva frente a la noria estaba en el mismo lugar de siempre. Movidos por el viento, los cabellos tapaban parte del rostro de la chica; el brazo izquierdo no se veía al estar ella en escorzo, pero tras la espalda asomaba claramente la nube de algodón de azúcar.
- Hay que abrir un nuevo amanecer, hermano.
No quiso ver cómo se consumía aquél recuerdo. Pasó a rebuscar entre su pequeña mochila hasta sacar el ejemplar de “historia de una escalera”. La lumbre de la hoguera permitía, a duras penas, vislumbrar la atípica letra de Eva en la primera página: algo sobre la felicidad y el amor eterno, sobre motivos para sonreír y para amar la vida. Luego el nombre de ambos, y una fecha que databa de 1.994. Todo acabó en el fuego.
Fran aullaba bajo la noche como un indio Cherokee.
- ¡Se acaba un día y amanece otro!
Y daba vueltas, más vueltas sobre sí.
- ¡Libres!
La mochila entera voló hacia el resplandor anaranjado. Jesús miró un instante la botella de ron: pensó en beber, pero se sintió incapaz de hacerlo. Se aproximó a las llamas y vertió allí el contenido: la lengua de fuego crepitó con repentino estruendo y el grupo circundante de olmos pareció revelarse ante ellos para después apagarse de nuevo.
Fran se aproximó hacia él y lo abrazó. Sobre sus mejillas, por la espalda, por la cintura, las manos no se movían como un alivio sino como una horrible carga. Jesús pensó que había un depresivo tinte de locura en la situación. Después pensó en entrar él mismo en la hoguera.
- ¿Te das cuenta? – lloró Fran-. A kilómetros de aquí, la gente brinda en la mesa y escupe pepitas de uva… para celebrar nada. Se atañen a la excusa del calendario para reunirse con sus familias y fingir que son felices, y que los próximos 365 días serán mejores.
De pronto imaginó algo absurdo.
Vio a Eva abrazando a su padre, vestida con aquél jersey negro que compraron dos semanas antes de otro día que también estaría marcado en el calendario. Jesús nunca había estado seguro de haber estado consciente aquél día, entre el amasijo de hierros del coche y otro resplandor, más corto pero muchísimo más intenso, asomando por fuera de las ventanillas sin cristal. Sólo recordaba que el mundo se veía al revés desde donde estaba. La carretera era el cielo y las llamas caían desde él hacia las nubes blancas del suelo.
- Tú no necesitas nada de eso. Ni siquiera deberías creer en lo justo y lo injusto. Gocemos con lo que tenemos, hermano.
Se le quedó la voz en el pecho. Pensó en decir algo hermoso. Una única palabra que pudiera expresarlo todo.
- Eso es, hermano. Suéltalo todo.
Imaginaba las lejanas luces de la ciudad reflejando una insoportable inmundicia a lo largo de las paredes de las viviendas. Imaginó el universo replegándose sobre sí, devorando todo rastro de luz y de vida hasta arrasar su cuerpo.
De pronto, las manos de Fran le obligaron a mirarle mientras le decía que mañana sería un nuevo día. Y sintió que el pánico, al menos por unos segundos, enflaquecía.



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