La inspiración no existe. Incendiemos ese mito de una vez por todas. Sirve de poco quedarse sentado hasta que una providencial visita de las musas nos ilumine el camino. Ya sea el motivo de nuestro trabajo un texto, un cuadro, una canción o el diseño de una lámpara, no nos será de gran ayuda aguardar a la reverberación de una nota adecuada. Si uno quiere realizar una idea ha de perseguirla, porque las ideas pueden venir ocasionalmente a por nosotros, pero tienden a ser de lo más veleidosas e impuntuales. Sólo se ablandan ante quien las quiere de verdad.
Aquellos a quienes consideramos hoy los grandes creadores de la humanidad han expresado, a su manera particular, su rechazo hacia el arquetipo cómodo y romántico del artista. Algunos, como Camilo José Cela, han sido tajantes y diáfanos: “la inspiración es una bobada. A mí, además, me cuesta horrores escribir. Yo creo en el trabajo duro”. Otros, como Ray Bradbury, han insistido en una teoría de la que los más pedantes suelen recelar: la necesidad de combinar ese agresivo componente de esfuerzo y trabajo con uno más humano y pasional: el gozo y la ilusión. “Miren ustedes las elongaciones de El Greco y díganme, si pueden, que su trabajo no lo hacía feliz. ¿De veras pretenderán que el Dios creando a los animales del universo de Tintoretto se basa algo menos que “diversión” en el sentido más amplio y verdaderamente comprometido?”.
Porque, ciertamente, crear no es algo fácil. Relean ese soneto que compusieron en treinta minutos y díganme: ¿están plenamente satisfechos de él? Si no es así, muy probablemente sea porque son ustedes exigentes y guardan intenciones honestas en cuanto a sus creaciones. La corrección suele ser el aspecto más tortuoso: cuesta horrores volver sobre lo andado. Pero si continúan adelante es porque aún mantienen esa llama que les guió en la tenebrosidad desde el principio: tienen ilusión en conseguir un trabajo bien hecho. Esto nos devuelve al elemento del gozo, al que yo considero que hay que llevar por bandera. De algunos artistas, como Van Gogh, Bécquer o John Keats, tenemos una visión un tanto simplona: la del hombre que utilizó el dolor y el sufrimiento como leit motiv de sus creaciones. Pero si Van Gogh se esforzaba con sus cuadros, ¿no sería porque el acto de pintarlos lo exorcizaba de su dolor? David Lynch expone lo siguiente en su maravilloso libro Catching the Big Fish: “cuanto más sufra un artista, menos creativo será. Es de sentido común: es menos probable que disfrute de su trabajo si sufre, y más probable que esté dispuesto a producir obras de verdadera calidad si disfruta”.
Siempre recuerdo a cierto hombre que conocí en Sevilla. Regentaba una tienda de modelismo, una de las pocas que quedan a día de hoy. En la trastienda guardaba una enorme maqueta que representaba una estación ferroviaria de la posguerra. Entre la familia y el empleo apenas tenía tiempo para dedicarse a ella, pero después de quince años la maqueta era una auténtica maravilla que se extendía a lo largo de varios metros de pared, rebosante de colorido y detalles. El hombre había diseñado, montado, pintado y modelado la mayor parte de los elementos. Había creado su Capilla Sixtina particular. “Transportad cada día un granito de arena y haréis una montaña”, dijo Confucio.
Es una tarea de pescadores. Armarse de paciencia frente a la laguna, manteniendo las manos firmes sobre la caña y estar constantemente preparado para el momento de tirar del sedal. Y creo que la mayor parte de cuanto hacemos en la vida debería parecerse a eso: aceptando que habrá dificultades en el camino, y enfrentándose a ellas sin correr demasiado ni tampoco pararse del todo. Es un principio retroactivo: la ilusión alimenta a la constancia, y la constancia sirve a la ilusión. Personalmente, no voy al trabajo pensando que el día vaya a ser magnífico; pero si no magnifico yo al día, sé que en el fondo no trabajaré nada. Y eso es, precisamente, lo que más tengo en cuenta mientras escribo estas líneas. Punto y final.
Aquellos a quienes consideramos hoy los grandes creadores de la humanidad han expresado, a su manera particular, su rechazo hacia el arquetipo cómodo y romántico del artista. Algunos, como Camilo José Cela, han sido tajantes y diáfanos: “la inspiración es una bobada. A mí, además, me cuesta horrores escribir. Yo creo en el trabajo duro”. Otros, como Ray Bradbury, han insistido en una teoría de la que los más pedantes suelen recelar: la necesidad de combinar ese agresivo componente de esfuerzo y trabajo con uno más humano y pasional: el gozo y la ilusión. “Miren ustedes las elongaciones de El Greco y díganme, si pueden, que su trabajo no lo hacía feliz. ¿De veras pretenderán que el Dios creando a los animales del universo de Tintoretto se basa algo menos que “diversión” en el sentido más amplio y verdaderamente comprometido?”.
Porque, ciertamente, crear no es algo fácil. Relean ese soneto que compusieron en treinta minutos y díganme: ¿están plenamente satisfechos de él? Si no es así, muy probablemente sea porque son ustedes exigentes y guardan intenciones honestas en cuanto a sus creaciones. La corrección suele ser el aspecto más tortuoso: cuesta horrores volver sobre lo andado. Pero si continúan adelante es porque aún mantienen esa llama que les guió en la tenebrosidad desde el principio: tienen ilusión en conseguir un trabajo bien hecho. Esto nos devuelve al elemento del gozo, al que yo considero que hay que llevar por bandera. De algunos artistas, como Van Gogh, Bécquer o John Keats, tenemos una visión un tanto simplona: la del hombre que utilizó el dolor y el sufrimiento como leit motiv de sus creaciones. Pero si Van Gogh se esforzaba con sus cuadros, ¿no sería porque el acto de pintarlos lo exorcizaba de su dolor? David Lynch expone lo siguiente en su maravilloso libro Catching the Big Fish: “cuanto más sufra un artista, menos creativo será. Es de sentido común: es menos probable que disfrute de su trabajo si sufre, y más probable que esté dispuesto a producir obras de verdadera calidad si disfruta”.
Siempre recuerdo a cierto hombre que conocí en Sevilla. Regentaba una tienda de modelismo, una de las pocas que quedan a día de hoy. En la trastienda guardaba una enorme maqueta que representaba una estación ferroviaria de la posguerra. Entre la familia y el empleo apenas tenía tiempo para dedicarse a ella, pero después de quince años la maqueta era una auténtica maravilla que se extendía a lo largo de varios metros de pared, rebosante de colorido y detalles. El hombre había diseñado, montado, pintado y modelado la mayor parte de los elementos. Había creado su Capilla Sixtina particular. “Transportad cada día un granito de arena y haréis una montaña”, dijo Confucio.
Es una tarea de pescadores. Armarse de paciencia frente a la laguna, manteniendo las manos firmes sobre la caña y estar constantemente preparado para el momento de tirar del sedal. Y creo que la mayor parte de cuanto hacemos en la vida debería parecerse a eso: aceptando que habrá dificultades en el camino, y enfrentándose a ellas sin correr demasiado ni tampoco pararse del todo. Es un principio retroactivo: la ilusión alimenta a la constancia, y la constancia sirve a la ilusión. Personalmente, no voy al trabajo pensando que el día vaya a ser magnífico; pero si no magnifico yo al día, sé que en el fondo no trabajaré nada. Y eso es, precisamente, lo que más tengo en cuenta mientras escribo estas líneas. Punto y final.
1 comentario:
La inspiración es un mero pretexto para sonsacar algo de uno mismo, todo lo que hacemos, escribimos, pintamos.. es otro espejo, sólo que en éste sí que nos vemos.
Y claro, con trabajo duro. Ya no hay arquetipos que valgan ni espejos que reflejen sin luz, necesitamos toda una noche antes.
Por eso amanece (en más de un sentido, pero eso no es inspiración)
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