Amigos, esto es Trafalgar Square. A más de cincuenta metros, desde la cúspide del eje de Londres, las hazañas del almirante Nelson nos contemplan. Esas columnas romanas que parecen proteger un calabozo de reliquias y botines son el pórtico de la National Gallery. ¡Cuántas maravillas en lienzo, cuántos vestigios de pasión, talento y maestría se desnudan para nosotros desde la fría inmutabilidad de las paredes! Podría estar aquí desde la hora de apertura hasta la del cierre sin pensar siquiera en comer. Todo lo que se necesita en un día de vida se esconde en estas galerías.
Creo que el paseo de Whitehall se diseñó para una antigua raza de hombres de treinta pies de alto. Somos miniatura indigna de la piedra blanca que recoge siglos de tradición militar, el Almirantazgo y la Royal Navy a izquierda y a derecha… y monumentos en honor a George Prince y a las trabajadoras mujeres de la segunda guerra mundial en el mismo centro de la calzada. Es un extraño cóctel urbano. Lo mejor del ayer y del hoy se abrazan aquí, y si cortáramos de raíz el intempestivo tráfico, no sabríamos discernir en qué siglo estamos. Cuando el Big Ben y el sólido Parlamento aparecen al final de la vía, uno se encuentra desnudo y desprotegido. Ha de aceptar con brutal espontaneidad que todo es real. No es un esotérico panteón reservado para los señores de la pintura, la fotografía o el celuloide… está ahí, bajo una parda cúpula que huele a lluvia eterna, y que estirándose a lo largo de la línea de puentes que cruzan el Támesis, se lleva tu alma por delante.
Si aglomeráramos todo el poder comercial del mundo, sólo podría caber en Oxford Street. No es exactamente el lugar del que yo me enamoraría, pero sí es el amor platónico de todo turista ávido de recuerdos materiales. Los escaparates se suceden sin descanso, sin intersticios. No hay respiro. Miro a la invencible extensión de mostradores y siento una punzada de miedo… no quisiera que un día fueran todas las calles así. Pero lo cierto es que aquí está todo cuanto un hombre de a pie puede necesitar, y además, Oxford sabe ser permisiva. Mientras algunas etiquetas de precios resultan mareantes, otras mueven a la carcajada. Pero cuando el metro de Oxford Circus se satura, las almas forman una alfombra de paraguas que detiene incluso a las hileras de autobuses de dos pisos. Y tenemos, pues, una ilustración del talón de Aquiles de la ciudad: el barco es dantesco, pero si una sola juntura se rompe, los navegantes acabarán en el agua. Náufragos sobre el asfalto. ¿Hasta qué punto pudo colapsarse este gigante durante los atentados del 2005?
Más vale escindirse de esta supernova metropolitana y pedirle auxilio a la verde lengua de Hyde Park. Si los predicadores no están ejerciendo su labor dominical, uno puede colarse por Marble Arch y comprobar que a la ciudad, de pronto, la ha barrido el viento. Varias millas de césped y vegetación empujan a los edificios a un lado… y los patos, los cormoranes y las ardillas son tus nuevos compañeros de viaje. Es el mayor regalo que un monarca podría haber dejado a su ciudad: un refugio perfumado para ponerse a salvo de la batalla nuclear que se está librando ahí fuera. Las piernas reclaman su espacio de vida terrenal: nuestro presupuesto es muy ajustado, y de ahora en adelante, cambiaremos las mesas del Pret-a-Manger por el césped del parque. Puede que incluso pasemos aquí la noche. Dejarse cientos de libras en una cama caliente empieza a parecer una estafa cuando con un saco y unas mantas puedes dormir en un palacio de clorofila…
Por la mañana, siempre podemos dar un paseo por Chelsea y Notting Hill, y reírnos de las bandejas de plata y las suites de invitados con que los ricos estropean sus casas.
Creo que el paseo de Whitehall se diseñó para una antigua raza de hombres de treinta pies de alto. Somos miniatura indigna de la piedra blanca que recoge siglos de tradición militar, el Almirantazgo y la Royal Navy a izquierda y a derecha… y monumentos en honor a George Prince y a las trabajadoras mujeres de la segunda guerra mundial en el mismo centro de la calzada. Es un extraño cóctel urbano. Lo mejor del ayer y del hoy se abrazan aquí, y si cortáramos de raíz el intempestivo tráfico, no sabríamos discernir en qué siglo estamos. Cuando el Big Ben y el sólido Parlamento aparecen al final de la vía, uno se encuentra desnudo y desprotegido. Ha de aceptar con brutal espontaneidad que todo es real. No es un esotérico panteón reservado para los señores de la pintura, la fotografía o el celuloide… está ahí, bajo una parda cúpula que huele a lluvia eterna, y que estirándose a lo largo de la línea de puentes que cruzan el Támesis, se lleva tu alma por delante.
Si aglomeráramos todo el poder comercial del mundo, sólo podría caber en Oxford Street. No es exactamente el lugar del que yo me enamoraría, pero sí es el amor platónico de todo turista ávido de recuerdos materiales. Los escaparates se suceden sin descanso, sin intersticios. No hay respiro. Miro a la invencible extensión de mostradores y siento una punzada de miedo… no quisiera que un día fueran todas las calles así. Pero lo cierto es que aquí está todo cuanto un hombre de a pie puede necesitar, y además, Oxford sabe ser permisiva. Mientras algunas etiquetas de precios resultan mareantes, otras mueven a la carcajada. Pero cuando el metro de Oxford Circus se satura, las almas forman una alfombra de paraguas que detiene incluso a las hileras de autobuses de dos pisos. Y tenemos, pues, una ilustración del talón de Aquiles de la ciudad: el barco es dantesco, pero si una sola juntura se rompe, los navegantes acabarán en el agua. Náufragos sobre el asfalto. ¿Hasta qué punto pudo colapsarse este gigante durante los atentados del 2005?
Más vale escindirse de esta supernova metropolitana y pedirle auxilio a la verde lengua de Hyde Park. Si los predicadores no están ejerciendo su labor dominical, uno puede colarse por Marble Arch y comprobar que a la ciudad, de pronto, la ha barrido el viento. Varias millas de césped y vegetación empujan a los edificios a un lado… y los patos, los cormoranes y las ardillas son tus nuevos compañeros de viaje. Es el mayor regalo que un monarca podría haber dejado a su ciudad: un refugio perfumado para ponerse a salvo de la batalla nuclear que se está librando ahí fuera. Las piernas reclaman su espacio de vida terrenal: nuestro presupuesto es muy ajustado, y de ahora en adelante, cambiaremos las mesas del Pret-a-Manger por el césped del parque. Puede que incluso pasemos aquí la noche. Dejarse cientos de libras en una cama caliente empieza a parecer una estafa cuando con un saco y unas mantas puedes dormir en un palacio de clorofila…
Por la mañana, siempre podemos dar un paseo por Chelsea y Notting Hill, y reírnos de las bandejas de plata y las suites de invitados con que los ricos estropean sus casas.
1 comentario:
Mind the gap!!!
;->
Precioso paseo me he dado por Londres. ¡Gracias!
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