Yo quisiera olvidarme de mí, pero no puedo. Uno ha sido educado, desde niño, para creer que cada 365 días tiene que sentirse especial. Y se llega a un punto en el que nuestra identidad depende de esa marca roja en el calendario.
Hace unos días, había empezado a percibir un atisbo de cambio. Era muy sutil, como un bostezo apagado... ni siquiera sabía qué demonios era. Y entonces me vuelvo valiente y pienso seriamente en el Tiempo, y resulta que cada año el Tiempo es un insecto al que odio más porque me roba una pizca más de carne y de esperanza. El futuro solía ser un horizonte abierto: desde lo alto del risco contemplaba mis dominios. Ahora me parece una burbuja con techo y paredes, y joder, terminaré chocando. De crío adoraba correr como el viento, pisotear las plantas y adelantar a las gacelas. Ahora daría lo que fuera por poder retroceder.
¿Y qué demonios es este cambio que se traza temblorosamente en mí? ¿No ha sucedido nada especialmente importante, no es así? Los cambios se producen dentro, pero el catalizador siempre surge del exterior. Yo llevaba un buen tiempo buscando Musas por la calle, ¡si hasta he querido empeñar el alma por ello! Y resulta que, un día antes de mi aniversario, encuentro una y me hace caer de bruces al suelo.
Porque todo esto es una estafa, en verdad. Estas mismas líneas. Escapan de las puntas de mis dedos con el descaro de los monarcas, el aguijón del bolígrafo expulsa ríos de sangre; y la sangre, como todo lo humano y terrenal, termina por corromperse y resecarse. A todo cuanto uno puede ofrecer le aguarda el mismo destino. Puedes gritar con toda tu alma, pero al final el eco se cansa de carambolear entre las paredes de la cueva y se extingue.
Es terrible detenerse un segundo, nada más que un segundo, y pensar en la voracidad del Tiempo. Todo lo apaga, todo lo deteriora, todo lo niega. Y bajo sus pies, somos flores aplastadas.
Tú misma, por ejemplo. Podría escribirte líneas que te harían llorar hasta la madrugada, y decirte que no me importa cuántos años he cumplido si me he pasado la noche desnudándote y haciéndote el amor hasta que tú misma lo has notado en sueños. Pero dentro de unos días, ese poema será un villancico, la misma cantinela de todos los años. Sangre deteriorada. Las artes, todas ellas, son como un jinete cabalgando hacia el infarto: una carrera por alcanzar una perfección que nosotros queremos que exista.
Y sin embargo, un estallido... por suerte o por desgracia... dura muy poco. Ya veo cómo el valor de lo que intento decir empieza a desintegrarse en el vacío... hora tras hora, minuto a minuto, segundo a...
Hace unos días, había empezado a percibir un atisbo de cambio. Era muy sutil, como un bostezo apagado... ni siquiera sabía qué demonios era. Y entonces me vuelvo valiente y pienso seriamente en el Tiempo, y resulta que cada año el Tiempo es un insecto al que odio más porque me roba una pizca más de carne y de esperanza. El futuro solía ser un horizonte abierto: desde lo alto del risco contemplaba mis dominios. Ahora me parece una burbuja con techo y paredes, y joder, terminaré chocando. De crío adoraba correr como el viento, pisotear las plantas y adelantar a las gacelas. Ahora daría lo que fuera por poder retroceder.
¿Y qué demonios es este cambio que se traza temblorosamente en mí? ¿No ha sucedido nada especialmente importante, no es así? Los cambios se producen dentro, pero el catalizador siempre surge del exterior. Yo llevaba un buen tiempo buscando Musas por la calle, ¡si hasta he querido empeñar el alma por ello! Y resulta que, un día antes de mi aniversario, encuentro una y me hace caer de bruces al suelo.
Porque todo esto es una estafa, en verdad. Estas mismas líneas. Escapan de las puntas de mis dedos con el descaro de los monarcas, el aguijón del bolígrafo expulsa ríos de sangre; y la sangre, como todo lo humano y terrenal, termina por corromperse y resecarse. A todo cuanto uno puede ofrecer le aguarda el mismo destino. Puedes gritar con toda tu alma, pero al final el eco se cansa de carambolear entre las paredes de la cueva y se extingue.
Es terrible detenerse un segundo, nada más que un segundo, y pensar en la voracidad del Tiempo. Todo lo apaga, todo lo deteriora, todo lo niega. Y bajo sus pies, somos flores aplastadas.
Tú misma, por ejemplo. Podría escribirte líneas que te harían llorar hasta la madrugada, y decirte que no me importa cuántos años he cumplido si me he pasado la noche desnudándote y haciéndote el amor hasta que tú misma lo has notado en sueños. Pero dentro de unos días, ese poema será un villancico, la misma cantinela de todos los años. Sangre deteriorada. Las artes, todas ellas, son como un jinete cabalgando hacia el infarto: una carrera por alcanzar una perfección que nosotros queremos que exista.
Y sin embargo, un estallido... por suerte o por desgracia... dura muy poco. Ya veo cómo el valor de lo que intento decir empieza a desintegrarse en el vacío... hora tras hora, minuto a minuto, segundo a...
La persistencia de la memoria, Salvador Dalí (1931)
2 comentarios:
En verdad el tiempo no existe, no lo necesitamos para autodestruirnos. Todo se desvanece como ese estallido o eco que mencionas. Nada existiría sino fuera efímero, es simplemente eso.
Y son esos cambios lo que te quitan un trozo de carne y te ponen nueva piel, pero siempre se carga con aquello que te quitan. No es así?
A quien le importa el tiempo cuando, tú, amigo mio. Eres más letal que él.
Olvidarse de uno mismo.
Romper con la imposición de ser especial, al menos durante un día.
Tener la valentía de dejar a los cambios asomarse.
Entenderlos.
Aceptar que el futuro es limitado.
Comprender que el tiempo no corre al mismo ritmo que nosotros.
Dejar escapar entre los dedos al valor de las cosas cuando toque hacerlo.
Detenerse.
Pensar.
Aprender de la estafa.
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