Phoenix. Le recordaba al legendario pájaro que renacía en una pira aromática, y sabía que las gentes de allí eran también seres inmortales cuyo aroma se perpetuaba por siglos merced a la magia de sus propias cenizas. Había viajado allí muchas veces, pero le bastaba un fugaz pensamiento para saltar miles de kilómetros y plantarse en La Habana. Los amigables cubanos le recibían con abrazos y le invitaban a copas de ron para unirse al festejo de su recién adquirida independencia. El sabor de la libertad fermentaba tras viajar miles de millas para verla de cerca. ¿Pero acaso eran esas islas oblongas el final del recorrido? Ni mucho menos. Habida cuenta de conocer todo rincón desde Oregón a Florida, comenzó a buscar nuevos retos para sus ojos. Con la ligereza del viento se plantó bien pronto en Ushuaia, la ciudad más austral del mundo; donde más allá todo es una magna constelación de témpanos de hielo sobre el océano, y quién sabía si en las entrañas de la Atlántida se esconderían aquellas ciudades ancestrales de las que hablaban científicos y escritores. Podría haber llegado hasta allí y mucho más lejos, pero se le antojó cruzar el infinito espejo azulado del Atlántico hasta desembarcar en Puerto de Santa María, donde Pedro Martín le descubría la faz del verdadero arte flamenco y lo llevaba a la plaza de toros de Talavera de la Reina para que viera cómo Joselito convertía la técnica de matar a un toro en una estampa de la perfección. No conocía más tierra que la que se recatara tras de los Pirineos, pero era cuestión de tiempo. Deambularía pronto sobre el bohemio pavimento de París y atravesaría el Ponte Vecchio en Florencia con las manos en los bolsillos, mientras la rústica fragancia del mediterráneo le besaba el rostro. Adentrándose luego en las estepas bajo el crudo invierno ruso, llegaría mucho más allá de cuanto alcanzó Napoleón; y una vez vencida la extensión del más grande de los países, torcería hacia el sur y se adentraría en esas tierras de las que solo se hablaban maravillas bañadas en oro y diamante; donde los nativos de ojos rasgados vestían majestuosos trajes de seda y terciopelo y los edificios derrotaban al poder del ojo humano. Subiría esas torres y, ya por encima del esponjoso tapiz de las nubes, ya confirmado su ascenso al mismo trono de Dios, gritaría con la fuerza de mil hombres que por fin había encontrado la inmortalidad. Y no habría fuerza en el mundo capaz de arrancársela. Cerrando los ojos podía imaginarse el olor de esa cúspide como un estallido anaranjado de millones de esencias de flores; argento líquido, perfumes de lirios y claveles, y un rancio olor escapando de la cazoleta de una pipa hormigueó por las ventanas de su nariz y enrareció la atmósfera hasta que abrió los ojos.
- Caspey- dijo la voz a su espalda.
Se dio la vuelta con un respingo. El señor Falls se apoyaba en el quicio de la puerta y su pipa pendía por bajo de unos ojos que, exentos de emoción o pasión alguna, lo contemplaban en esa incierta frontera entre la indiferencia y el menosprecio que John Falls enarbolaba al mirarlo.
- Caspey, ve a ensillar a Doodle. He de ir a la ciudad.
El chico agitó la cabeza en una desesperada retahíla de fugaces asentimientos y dejó el libro en el suelo. Apagó de un soplo la lámpara de gas, recogió el sombrero que descansaba en el gancho de la pared y salió como una centella del granero. Falls lo siguió con la mirada hasta el último segundo, y aun cuando el chico hubo salido de la estancia continuó con la mirada vuelta hacia el soleado exterior, como si quisiera perseguir su estela. Haciendo humar la pipa, se aproximó al rincón en el que había sorprendido a Caspey. El heno revelaba la marca que un cuerpo menudo e inquieto había dejado tras estar allí sentado durante horas. Un gran tomo encuadernado en piel descansaba entre la paja. Lo recogió, apartando las dispersas hebras con la mano y lo ojeó. No encontró más que una confusa sucesión de mapas, dibujos topográficos y nombres de lugares de los que jamás había oído hablar. Permaneció unos segundos ante el mapa de la región de Richmond, Virginia. Su abuelo se había criado allí, y allí había muerto defendiendo sus ideales en el ocaso de la guerra civil. La mayoría de las páginas estaban atiborradas de señales y apuntes del propio Caspey, pero esa en concreto restaba inmaculada.
- Cateto negro del demonio, más vago que una mula – masculló, y tras soltar el libro salió del granero.
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