No me había dado cuenta de que los pedacitos de ilusión valían tan caros. Ahora los hay hasta por 96 millones, pero no hay de qué alarmarse: llevamos haciendo derroches semejantes desde hace mucho. ¿Hemos venido a este mundo para que nuestro legítimo tiempo de diversión se pague a cuarenta y cinco kilos la pierna?. ¿Y si el plato de carne más sabroso costara igual? ¿O la porción de agua más pura? ¿Rogaríamos a nuestros líderes que nos concedieran ese placer?
Al populacho no le importa: reclama su pan y su vino. Los acólitos del balón se agolpan a las puertas del estadio con una libreta en la mano, se hacen pedazos por una camiseta de San Jesucristo del Balompié y recitan su apellido tres veces antes de acostarse. La edad de las telecomunicaciones ansía Dioses de carne y hueso e ídolos de quita y pon. Puede que el prodigio se largue de la ciudad en menos de un año, mientras en la biblioteca las inmortales letras se pudren de abandono y en las calles de Nigeria se patea un balón deszurcido sobre un lodazal. ¿Pero a quién le importa eso? Los pies sobrenaturales están aquí y visten nuestros colores. Y lee bien mi apellido: soy Pérez, Laporta, Del Nido. No me senté en esta silla para equilibrar la balanza de la justicia ni para esclarecer el camino del hombre: mi deber es hacer un buen trabajo y llevarme la conciencia bien amamantada al lecho. También yo tengo una familia que alimentar. ¿Qué te creías?
Los antiguos tenían razón: la Tierra no es redonda, sino plana. De hecho, es bidimensional. Y absurda. Hay quien se muere de hambre, quien empuña un rifle en una guerra que no es la suya, pueblos enteros sin agua, familias que no pueden pagarse la calefacción en invierno, niños que sueñan con Disneylandia mientras sus padres renuncian al alma misma para llegar a fin de mes, desafortunados que han de trabajar para costearse la carrera. Y mientras tanto, el jugador más pobre de primera división podría mantener a cien familias si quisiera. Ciertos hermanos catalanes de admirable estatura acumulan más plata en un año que un convenio de obreros en toda su vida. A una estrella del rock le bastan un par de conciertos para permitirse una cohorte de limusinas.
Seamos más diáfanos todavía: en la gran ciudad, pagamos nuestra entrada por penetrar en el ciclópeo Templo del Deporte; dantesco emporio en el que miles de serafines dejan el césped inmaculado, velan por nuestra seguridad, anuncian con voz estruendosa los nombres de los chicos de oro, nos tienden palomitas y hot-dogs y, mientras nos acomodan en el asiento, nos envuelven en un paño de algodón para que podamos disfrutar del hechizo que nos han preparado y -lo más importante - queramos repetir la experiencia.
En las afueras de esa misma gran ciudad, concretamente en Majorada del Campo, Don Justo Gallego construye una catedral con sus propias manos. Como molde para las columnas, coloca bidones viejos de gasolina. Utiliza una rueda de bicicleta para hacer las veces de polea durante la construcción. Cuatro décadas al servicio de una creencia propia, entregado a una tarea hercúlea sin pedirle ayuda a nadie. A sus ochenta y cuatro años, luce una sonrisa hermosamente tímida mientras su mono acumula polvo y sus manos cicatrices y arrugas.
Apuesto a que es mucho más feliz que la mayoría de nosotros. Lo que no sé es por qué, ni me apetece saberlo: ahora estoy demasiado ocupado mirando a esos once tíos atándose las zapatillas.
Al populacho no le importa: reclama su pan y su vino. Los acólitos del balón se agolpan a las puertas del estadio con una libreta en la mano, se hacen pedazos por una camiseta de San Jesucristo del Balompié y recitan su apellido tres veces antes de acostarse. La edad de las telecomunicaciones ansía Dioses de carne y hueso e ídolos de quita y pon. Puede que el prodigio se largue de la ciudad en menos de un año, mientras en la biblioteca las inmortales letras se pudren de abandono y en las calles de Nigeria se patea un balón deszurcido sobre un lodazal. ¿Pero a quién le importa eso? Los pies sobrenaturales están aquí y visten nuestros colores. Y lee bien mi apellido: soy Pérez, Laporta, Del Nido. No me senté en esta silla para equilibrar la balanza de la justicia ni para esclarecer el camino del hombre: mi deber es hacer un buen trabajo y llevarme la conciencia bien amamantada al lecho. También yo tengo una familia que alimentar. ¿Qué te creías?
Los antiguos tenían razón: la Tierra no es redonda, sino plana. De hecho, es bidimensional. Y absurda. Hay quien se muere de hambre, quien empuña un rifle en una guerra que no es la suya, pueblos enteros sin agua, familias que no pueden pagarse la calefacción en invierno, niños que sueñan con Disneylandia mientras sus padres renuncian al alma misma para llegar a fin de mes, desafortunados que han de trabajar para costearse la carrera. Y mientras tanto, el jugador más pobre de primera división podría mantener a cien familias si quisiera. Ciertos hermanos catalanes de admirable estatura acumulan más plata en un año que un convenio de obreros en toda su vida. A una estrella del rock le bastan un par de conciertos para permitirse una cohorte de limusinas.
Seamos más diáfanos todavía: en la gran ciudad, pagamos nuestra entrada por penetrar en el ciclópeo Templo del Deporte; dantesco emporio en el que miles de serafines dejan el césped inmaculado, velan por nuestra seguridad, anuncian con voz estruendosa los nombres de los chicos de oro, nos tienden palomitas y hot-dogs y, mientras nos acomodan en el asiento, nos envuelven en un paño de algodón para que podamos disfrutar del hechizo que nos han preparado y -lo más importante - queramos repetir la experiencia.
En las afueras de esa misma gran ciudad, concretamente en Majorada del Campo, Don Justo Gallego construye una catedral con sus propias manos. Como molde para las columnas, coloca bidones viejos de gasolina. Utiliza una rueda de bicicleta para hacer las veces de polea durante la construcción. Cuatro décadas al servicio de una creencia propia, entregado a una tarea hercúlea sin pedirle ayuda a nadie. A sus ochenta y cuatro años, luce una sonrisa hermosamente tímida mientras su mono acumula polvo y sus manos cicatrices y arrugas.
Apuesto a que es mucho más feliz que la mayoría de nosotros. Lo que no sé es por qué, ni me apetece saberlo: ahora estoy demasiado ocupado mirando a esos once tíos atándose las zapatillas.
2 comentarios:
"La demencia en el individuo es algo raro; en los grupos, en los partidos, en los pueblos, en las épocas, es la regla"
Friedrich Nietzche
¿Qué podría decir yo a esto? Pienso que las cifras que mueven determinados negocios (no sólo el fútbol) son escandalosas; sin embargo, para un seguidor blanco la llegada de Ronaldo no puede hacer otra cosa que ilusionar. Doble moral quizá, como he comentado alguna vez en mis posts.
Saludos.
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