Contén el aliento, porque podría pasar la eternidad frente a tu fotografía. Cuando ésta aparece, estalla el silencio: las risas, el llanto, las palabras mismas dejan de tener sentido en cuanto tu rostro tiembla en mis manos y me recuerda cómo me llamo, dónde estoy y por qué te deseo. Podría decirse que es una especie de cáncer voluntario: cuanto más contemplo lo que no eres tú, sino una captación de lo que durante una milésima de segundo fuiste tú - como si atrapáramos el vuelo de un colibrí con la palma de la mano-, más lo siento dentro de nuevo: la furiosa marea que me vacía el cuerpo; el temblor de tierra que yo, y sólo yo, puedo sentir. Y eso es lo que te convierte en hermosa.
Tengo la sensación de que te hiciste la fotografía sólo para convertirme en piedra. Es un legado más de ese reino intangible, inalcanzable, en el que sólo tú puedes ser la emperatriz. Veo esa horrible inteligencia que te late bajo los ojos y no la relaciono con el mundo de los vivos: debe haberse fugado de un sueño, o de mi calenturienta imaginación. Eso podría explicar por qué nadie ve lo que yo veo en tu retrato.
Es-te-fa-ní-a. La carrera por pronunciar tu nombre se convierte en un desbocado galope que parece no tener fin. Tu cara forma un óvalo: nívea, delicadamente salvaje, con líneas trazadas en una imperfecta curva arrogante. Es de noche, y esta cobarde oscuridad que me cobija hace que me pregunte cuántas cosas espeja tu mirada, eternamente anclada y al mismo tiempo a la deriva. Cuántos miedos sacarán a flote y cuántos más se ahogarán en la senil agonía de un deseo que no te alcanza. Cuánto tiempo podría repetir tus agotadoras sílabas sin cansarme, y cuán agradecido puedo llegar a estar por esa burda idea que engendraras un día como hoy, hace un año: Considero que deberías abrir un café.
Ahora imagina que ese día es hoy, y mis labios te hacen el amor sin cruzar la superficie de tu piel. Y después se retiran.
Algo me dice que debería dejarlo ya, antes de que esa definición de belleza que cristaliza en tu óvalo se vuelva definitivamente en mi contra. Ya puedes respirar.
2 comentarios:
Me fascina el juego de la belleza; ese en el que sólo ”lo bello” y el observador saben cuáles son las reglas. Ese en el que la premisa para percibir los detalles sutiles, tan sólo se dan en la relación íntima establecida entre ellos.
Me fascina la quietud de la observación. La entrega. La pérdida absoluta de lo que uno es hasta tal punto en que se duda del momento en el que se comprendieron las reglas del juego. Porque la percepción que confirma el cumplimiento de las mismas, a veces es tan breve que parece un espejismo.
Me fascina la inmersión en el mundo privado y secreto que se crea entre el observador y “lo bello”. Y la capacidad que éste adquiere para permanecer intocable pero siempre misterioso.
Podemos llegar a ver belleza incluso donde no la hay (para muchos): eso hace que la belleza no se pueda definir; que solamente se pueda sentir, subjetiva y objetiva a un tiempo.
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