¿Conocíais esa sensación de estar literalmente hechos añicos? ¿El aliento menguando, el peso del cuerpo triplicado, creyendo que no podréis más? ¿Que la misma canción, aquella que familiarizáis con el adictivo color de las escenas más tristes que recordáis, resuena sin descanso en vuestro coleto como un feto impaciente por ver el exterior?
Esta noche no me interesa buscar un remedio, sino adentrarme en la raíz. Al sentirme así, como he descrito antes, me inquieta la hipótesis de que ese atroz estado de moral pueda no ser casual. Que es un mecanismo natural de defensa que nuestro sistema reserva para una situación que mañana o pasado ha de producirse, como un periódico eclipse. Que todos estamos destinados, en algún instante de nuestras vidas, a conocer el estado más enfurecido del dolor. Es más: la existencia no se entiende, ni se explica, ni cobra sentido ni valor alguno sin esos cáusticos instantes. Es nuestra ineludible purgación; nuestro momento de duda sobre la cruz, cuando preguntamos por qué nos han abandonado.
Decidme cuántas veces habéis pensado en quitaros la vida. Ninguna respuesta debiera resultar sorprendente en esta época, paradigma del tráfago, el estrés, las facturas on-line, crisis, anorexia, maltrato, gripe, prozac, éxtasis, telemárketing, hidrocarburo; un universo bañado en azufre. No importa. Hoy hay miseria, pero no menos que ayer y probablemente no más que mañana. Todos pasaremos por ese aro de desesperada contemplación, como hicieron nuestros ancestros y repetirán nuestros sucesores. Todos nos encontraremos, alguna mañana, haciendo equilibrismo sobre un fino cordel a cuatrocientos metros de altura sin saber qué habremos hecho para merecer estar ahí. Ni tan siquiera encontramos sentido en tratar de mantener el equilibrio. A veces, la perpetua negrura que promete el salto al vacío parece hermosamente conciliadora.
Pero basta de pensamientos. Basta de raciocinio, de dudas y de arduas contiendas contra uno mismo. Pensad tan sólo en una llanura blanca, atemporal, donde el sonido queda reducido al pálido descenso de los copos de nieve. Si es allí donde estáis, en esa decisiva cuerda floja, el tiempo se ha detenido hace mucho. Nadie, y mucho menos el insensato que escupe estas líneas, posee derecho ni competencia para deciros qué paso debéis tomar o hacia dónde. Debéis saber que la adversidad es la sangre de todo animal, el aceite de todo motor, el eje que sostiene la girándula de toda vida; es una fuerza sin impulso, un fluido que rompe a su antojo sin precisar de ningún creador para manifestarse. Dolor, sufrimiento, tiniebla: no le importa cómo le llaméis. Su cometido es, nos guste o no, mantenerse como el ineludible compañero de viaje que siempre encuentra la manera de alcanzarnos de nuevo.
No quisiera que todo este batiburrillo sobre achaques del corazón sonara como un panfleto sectario. Suena, simplemente, a lo que mi cabeza quiere crear aquí y ahora, con las puntas de los pies temblando a cuatrocientos metros de altura, mientras las omnipotentes llanuras blancas se perpetúan en el seno de una inminente catarsis. Cada vez que alguno de vosotros se encuentre en la misma tesitura, lo sabré de inmediato; y si desde la letanía quiero saber qué decisión habéis tomado, sólo me inquietaré si me contesta el silencio.
Esta noche no me interesa buscar un remedio, sino adentrarme en la raíz. Al sentirme así, como he descrito antes, me inquieta la hipótesis de que ese atroz estado de moral pueda no ser casual. Que es un mecanismo natural de defensa que nuestro sistema reserva para una situación que mañana o pasado ha de producirse, como un periódico eclipse. Que todos estamos destinados, en algún instante de nuestras vidas, a conocer el estado más enfurecido del dolor. Es más: la existencia no se entiende, ni se explica, ni cobra sentido ni valor alguno sin esos cáusticos instantes. Es nuestra ineludible purgación; nuestro momento de duda sobre la cruz, cuando preguntamos por qué nos han abandonado.
Decidme cuántas veces habéis pensado en quitaros la vida. Ninguna respuesta debiera resultar sorprendente en esta época, paradigma del tráfago, el estrés, las facturas on-line, crisis, anorexia, maltrato, gripe, prozac, éxtasis, telemárketing, hidrocarburo; un universo bañado en azufre. No importa. Hoy hay miseria, pero no menos que ayer y probablemente no más que mañana. Todos pasaremos por ese aro de desesperada contemplación, como hicieron nuestros ancestros y repetirán nuestros sucesores. Todos nos encontraremos, alguna mañana, haciendo equilibrismo sobre un fino cordel a cuatrocientos metros de altura sin saber qué habremos hecho para merecer estar ahí. Ni tan siquiera encontramos sentido en tratar de mantener el equilibrio. A veces, la perpetua negrura que promete el salto al vacío parece hermosamente conciliadora.
Pero basta de pensamientos. Basta de raciocinio, de dudas y de arduas contiendas contra uno mismo. Pensad tan sólo en una llanura blanca, atemporal, donde el sonido queda reducido al pálido descenso de los copos de nieve. Si es allí donde estáis, en esa decisiva cuerda floja, el tiempo se ha detenido hace mucho. Nadie, y mucho menos el insensato que escupe estas líneas, posee derecho ni competencia para deciros qué paso debéis tomar o hacia dónde. Debéis saber que la adversidad es la sangre de todo animal, el aceite de todo motor, el eje que sostiene la girándula de toda vida; es una fuerza sin impulso, un fluido que rompe a su antojo sin precisar de ningún creador para manifestarse. Dolor, sufrimiento, tiniebla: no le importa cómo le llaméis. Su cometido es, nos guste o no, mantenerse como el ineludible compañero de viaje que siempre encuentra la manera de alcanzarnos de nuevo.
No quisiera que todo este batiburrillo sobre achaques del corazón sonara como un panfleto sectario. Suena, simplemente, a lo que mi cabeza quiere crear aquí y ahora, con las puntas de los pies temblando a cuatrocientos metros de altura, mientras las omnipotentes llanuras blancas se perpetúan en el seno de una inminente catarsis. Cada vez que alguno de vosotros se encuentre en la misma tesitura, lo sabré de inmediato; y si desde la letanía quiero saber qué decisión habéis tomado, sólo me inquietaré si me contesta el silencio.
4 comentarios:
Hola Lars
Por encontrarme hoy, casi, en la misma tesitura escuché a lo lejos tus palabras y vine a su encuentro.
Dos cosas destaco: el reinventar a Heráclito (el de Efeso) con estas palabras:
"Debéis saber que la adversidad es la sangre de todo animal, el aceite de todo motor, el eje que sostiene la girándula de toda vida; es una fuerza sin impulso, un fluido que rompe a su antojo sin precisar de ningún creador para manifestarse.".
Y el mentar la sintonía silente e instantánea de las almas comunes.
Saludos. Me ha hecho mucho bien. Desde Mérida, Venezuela. Jabier.
P.D. Heráclito dice algo más o menos así: Es conveniente saber que la guerra es común a todas las cosas, que la justicia es discordia y que todas las cosas acontecen por discordia y necesidad.
Como siempre, Jabier, honradísimo de contar con tu asidua presencia en este blog. Además, me parece interesante tu observación sobre Heráclito (¡desde luego que me sonrojo si estás comparando mis palabras con las suyas, menudo honor!). Tendré que repasar textos suyos ya que parece que me serán muy útiles en estos momentos. Muchas gracias por todo.
"Decidme cuántas veces habéis pensado en quitaros la vida"
Sinceramente, bastantes, pero creo que nunca en serio. Creo que la vida tiene demasiadas cosas buenas como para tirarla por el retrete. Además soy demasiado orgulloso como para reconocer mi fracaso vital periódico.
Saludos.
Cuando abro los ojos y me encuentro sobre ese fino cordel, haciendo equilibrismo, vuelvo al mar. Vuelve el sabor a sal. Escucho el sonido sordo que se oye cuando tienes la cabeza subergida en sus aguas. A veces imagino que se desata furioso y todo acaba así. Porque ¿qué más da que se acabe con furia? Y otras imagino que el suave mecer en el que me acogen sus olas, es la suave caricia para seguir adelante.
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