Mi infancia
fue un tanto triste,
sabes.
No me sentía identificado
con nadie
de quien me rodeaba.
Así que el mundo, para mí
estaba podrido
por dentro,
pues tenía la convicción
de que no había nadie más
como yo
o mejor dicho:
nadie real
como yo.
Cómo lo recuerdo todo.
Recuerdo a ese niño
como si estuviera
aquí, sentado conmigo.
Toda la imaginación
que poseo
es consecuencia
de esa época:
no hacía más que ver
seres, objetos, mundos
que no estaban allí.
De no haber creado
todo eso,
no habría sobrevivido.
Sí, recuerdo muchas cosas felices,
también.
Recuerdo besitos con chicas,
carreras con mis amigos en bata,
el papel de plata de
nuestro almuerzo,
las partidas de fútbol
sobre el lodo del patio,
y recuerdo con claridad
mi primer día de guardería,
aquél niño rubio
que se sentó a mi lado
seguiría siendo amigo
veinte años después.
Y aquél día,
cuando paré un penalty
que valía un título,
y aquél otro
cuando unas gaviotas
aterrizaron en el patio
y después se fueron.
Recuerdo
la voz de la maestra,
las plantas de la escuela,
las libélulas,
el vaivén de los columpios;
niños sentados
en círculo,
jugando a las prendas,
soltando la peonza,
chocando las canicas.
Riendo.
Pero, por encima de todo,
recuerdo esa puta
sensación
de no sentirme parte
de todo aquello,
y preguntarme si, algún día,
esa puta sensación
dejaría de estar
ahí.
2 comentarios:
La infancia es una etapa tan bonita de la vida... una lástima que se pase tan rápido, y (en mi caso) que queden pocos recuerdos descifrables.
Saludos.
Sí, mira que es puta la fuerza del principio de exclusión de lo que nos rodea...
¡Y qué buenas tus palabras!
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