Cécité



Se despertaba muy temprano para realizar sus series de ejercicio matutino, ducharse a conciencia y aplicarse sus cremas exfoliantes. Ya de traje y corbata en la oficina, tras saludar cortésmente al director y a sus compañeros., se apresuraba a iniciar su jornada laboral. Era más bien reservado. Se le tenía por una persona discreta, amanerada en sus gestos y con un tonito infantil, gracioso, en la voz. En los almuerzos escuchaba con atención sin solerse animar a meter baza en la charla. A menudo almorzaba sólo, alegando que no había tenido mucha suerte con los contratos y prefería no perder tiempo. "Revisé su fichero. El tío hizo más firmas ayer que todos nosotros juntos", cuchicheaba Gonzalo. Algunos sospechaban que podía tratarse de uno de esos tipos obsesos de la eficiencia y el compromiso laboral. "Te quitará el puesto de subdirector, Gonzalo", bromeaban. "Olvidas que el señor Román es del sur de Italia", replicaba éste. ¿Y qué tenía eso que ver? "Pues que ése es un ambiente muy conservador. No admitiría a un tipo así como subdirector". Los demás no terminaban de entender, hasta que Gonzalo dejó caer la mano en un aspaviento afeminado; un giro de muñeca cargado de malicia. Las carcajadas llegaron hasta las mesas del fondo, y después se extenderían como una plaga a través de los módulos de la oficina, silenciándose en callada camaradería toda vez que el interfecto hacía acto de presencia. Él notaba las sonrisitas, pero prefería no darse por aludido. Salía de escena y volvían a asomar las miradas cómplices, las mejillas se redondeaban, divertidas con la evidencia . "Maricón", decían.

Las últimas tardes habían sido, en esencia, idénticas. Tan pronto llegaba a casa y se dejaba lamer por Sultán, marcaba el mismo número de teléfono y aguadaba, siempre aguardaba. Al principio se animaba a dejar algún mensaje en el contestador, pero terminaba por hundirse no bien escuchaba la voz de la operadora. El cine, las novelas y los crucigramas sólo lo distraían en contadas ocasiones. Finalmente, cierta tarde sonó el teléfono y, al reconocer la voz, sintió que le estallaba el pecho y que todos esos discursos largamente ensayados enflaquecían. "Mira, deja de llamarme todos los días. No voy a contestarte, y espero no volver a verte nunca más, ¿comprendes?". Después sólo oyó el fatal zumbido telefónico. No se despegó del aparato en un buen rato, apropiándose de aquél sonido hasta convertirlo en una nota eterna. Se agachó y hundió la cabeza entre sus rodillas. Sultán gemía y le acariciaba con el hocico, pero el amo no respondía.

Los viernes por la noche llegaba al barrio del Carmen y se fundía en un abrazo con Ana en el Djibouti. "¿Qué tal la semana, Paco?" Y él contestaba: "La semana, para mí, acaba de empezar, querida". Era la sexta camarera que veía allí desde que empezara a trabajar como animador en el local, tres años atrás; sin duda se habían cogido un gran cariño mútuo. A pesar de que ella se sintira muy agusto allí, "sobretodo porque no hay moscones, como en los demás sitios", tarde o temprano encontraría un trabajo mejor pagado y se marcharía. "En cualquier caso, yo seguiré aquí", pensaba él mientras en el lavabo nacían las pestañas postizas, las medias, los pintalabios, el carmín, el maquillaje; vástagos que permanecían aletargados hasta que los viernes se conjugaban en su juego de evasión y lo arrojaban a las calles del Carmen, ahora cobijado en la silueta de un nombre artístico. Solía cruzarse con los mismos niñatos ebrios que lo aburrían con sus habituales chanzas poco inspiradas, "Hey, Purpurina, se te ha caído una pluma, tío", pero estaba donde quería. Y como quería.

Los domingos solía ir a cenar con mamá. Recientemente la había encontrado muy delgada. "Te conozco lo suficiente como para saber que no te cuidas, madre. Y come un poco más entre semana, en vez de hacer comida para cuatro cada vez que vengo". Y ella, negándose a mostrarse abatida, asentía y "claro, hijo, claro. Te doy mi palabra. Pero dime, ¿qué has hecho esta semana?". Terminaban por reírse y hablar de música, de tal o cual serie de televisión, del horrendo peinado que acababa de estrenar su vecina, de cómo iba el mundo.

"Y de tu padre, ¿sabes algo?". Él se servía agua y bajaba un poco la mirada. "Yo ya me he acostumbrado a estar sin él", mentía ella, "pero, no sé, lo vuestro es más reciente... en fin, cambiemos de tema". Mas la curiosidad la vencía, a menudo. "Escucha. Soy tu madre. No hay cosa que más pueda dolerme que ver que mi hijo no confía en mí. ¿Por qué no me lo cuentas todo de una vez? ¿Es que tengo que morirme sin saber qué pasó para que tu padre no quisiera volver a verte? Dime, ¿sigues llamándole por teléfono, al menos?". Él mira el contorno del plato y recuerda que mañana es lunes. Se ve obligado a cerrar los ojos un segundo. "Cómete las judías, mamá". Y hunde el tenedor en el plato.



2 comentarios:

nunca contentos dijo...

Se mastica la soledad. Y la mezquindad del rechazo que imponen quienes no son capaces de aceptarse y que se envalentonan mofándose del diferente.
Se mastica el dolor con el que digieren las judías entre silencios angustiosos.

Como respuesta a tu pregunta, puedo decirte que hace un tiempo, hacer oídos sordos ante los lapsus de memoria y la desorientación, me parecían una medida cobarde e injusta para ella y que, haciéndoselos ver, se pordía lograr un arma para combatirlos. Pero después de haber visto su dolor, su miedo, su impotencia, incluso cómo se pone a la defensiva porque se siente atacada cuando se le intenta hacer ver que ya no controla, me han hecho comprender que "sus olvidos" no son el punto donde se debe centrar nuestra energía. Lo importante es esforzarse por hacer que se sienta lo mejor posible. Lo importante es que yo ahora tengo en la punta de la lengua todo lo que ella ha sido para mi. Ante su olvido, mi recuerdo.

Déägol dijo...

La carga interna que lleva cada persona pesa mucho más de lo que pueda pesar el resto del mundo. El rechazo general importa bien poco, el problema empieza cuando el rechazo empieza desde dentro, por la incomprensión de tus seres más cercanos.

Saludos.