El merluzo creador de este diz-que blog ganó el segundo premio en el concurso de cartas de amor y desamor de San Antonio de Benagéber, lo que demuestra una vez más hasta qué punto un lote de jamón serrano puede corromper el criterio de un comité de jueces. O quizá sea que hablamos de un pueblo con apenas tres habitantes. En cualquier caso, suscribo a continuación la carta para que juzguen ustedes mismos. Asumo toda responsabilidad, lo que implica que tal vez tenga que salir de casa con un saco para no ser apedreado por los niños.
Salud y larga vida al gran, gran Chiquito.
Para un sabio
Abre bien los ojos. Tienes ante ti la última gota de este diluvio. Siempre dijiste que todo comenzó una tarde de Agosto, cuando me resguardaste de la lluvia con tu cazadora. Yo diría que desde entonces no ha parado de llover. Siento que, durante estos cinco años, las nubes han lloriqueado sin interrupción como crías estúpidas, que es exactamente como me sentí el viernes. Mucho se va a hablar en tu entorno acerca de lo que pasó esa noche. Respira tranquilo: he cogido mis maletas, mis pertenencias y los pedazos de piel que han ido cayendo estos últimos días, y así te concedo el honor de dejarte a solas. Reúnete con la versión que le quieras contar a tu conciencia.
No creo que puedas entender mi marcha si no me acompañas, en calma, al pasado. Aquellos días en que solías esperarme a la salida de la facultad soñaba con que me tendieras un puente hacia todas aquellas vidas que nunca tuve. Eso es lo que siempre me atrajo de ti: que eres y serás un insurrecto, un vagabundo, un cero a la izquierda que de algún modo convierte el dolor en su mejor maestro. Tú nunca lo dirías así, claro, pero ya en nuestra primera noche lo expresaste con una nitidez terrible a través de aquella, la primera de tus miradas extrañas en las que yo percibo nostalgia, deseo y confianza en un denso silencio. En verdad, lo que me fascinó siempre de ti fue el silencio; no el sonido. No estoy muy segura de porqué te lo cuento: más bien parece haber alguien escribiéndolo por mí, alguna voz lejana que se empeña en gritarte. Quizá porque desde que empezaste a destruirte he intentado hacer que te mires a ti mismo y he fracasado. Si cuando nos conocimos yo aún era esa chiquilla que se vanagloriaba por salir con alguien que prefería un buen paseo a una vuelta en coche, que escogía un buen libro por encima de una mala compañía, que dormía por el día y despertaba de madrugada, y confesaba sin pestañear que se sentía incapacitado para pensar en alguien que no fuera él mismo... ahora que puedo mirarte a lo lejos vislumbro una falla en tu conclusión. Te miras, te rastreas, te analizas con todo tu instrumental pero sólo lo haces en la superficie. Podría haber sido mucho más sencillo si lo hubieras deseado, pero nunca lo deseaste.
¿Alguna vez has mirado realmente a Alberto? Tengo la sensación de que sólo fuiste un padre para él durante los primeros meses. Incluso yo estaba sorprendida. Por primera vez encontraste un motivo para dejar de vagabundear, como te gustaba decir. Adoraba verte con él sentado en tu regazo, acunándolo y llorando de emoción al calmarle el llanto por primera vez... y acto seguido enfrascándote en los libros de texto hasta la madrugada, luchando para diplomarte en magisterio. He intentado, de todas las maneras posibles, encontrar ese punto indeterminado en el que todo empezó a torcerse, y al final he desistido. No hay porqué enloquecer con una pregunta cuando sólo tú conoces la respuesta.
Escribo esto a más de diez mil metros de altura. A mi derecha, una tímida ventanilla permite que se dibuje, lentamente, el paisaje que lleva escrito en sangre la promesa de una nueva vida para mí. Mientras tanto, siento el cinturón de seguridad demasiado fuerte, más tenaz que yo misma, como si unas ramas muertas quisieran cogerme del cuello y devolverme a Valencia en el acto. Hacía ocho años que no me daba cuenta de lo poco reveladoras que llegan a ser estas nubes, este manto blancuzco que le roba el rostro al Atlántico. Están mudas. Alberto ha llorado durante la primera hora de vuelo, pero a poco se ha ido calmando y ahora mismo duerme plácidamente a mi lado. Quizá sueñe contigo. Aún no tengo decidido qué le contaré de ti cuando tenga edad de preguntar seriamente acerca de su padre... ni siquiera yo misma sé cómo quiero recordarte. Del desaliñado jovenzuelo que me conquistó en Salamanca al interrogante sin rumbo que eres ahora ha llovido, como te decía antes, demasiado. Me siento tan desconcertada como el día en que me descubrí abandonando mi propio hogar, mi familia, para simple y llanamente estar contigo. Pero aquello era terriblemente diferente, Ismael: me sentía desconcertada por el poco miedo que tenía, por la resolución que yo mostraba sin saber cómo. Renunciar a una vida más acomodada era lo de menos: el futuro que oscilaba en tu mirada - no he vuelto a encontrar una mirada así- relucía como un arrebol. No pedía más, excepto que no cambiaras.
No se trata de que nos hayas traicionado, a mí o a tu propio hijo: a quien has matado es a ti mismo. Yo sólo puedo sentirme agradecida por los cinco maravillosos años en que he vivido, aun más que vivido, a tu lado. Tuve la impresión de estar derribando una presa invencible cuando te conocí. Una presa que sólo existía en mi conciencia y de la que tú revelaste, con tu ojo de halcón, con tus manos vestidas de sabio, sus grietas. Me diste un ligero empujón que bastó para que me decidiera a derribar ese muro... y conocí el mundo, tal y como era, al otro lado. Lo que me has enseñado no tiene precio, y sigo creyendo que con mis padres, que nunca vieron nuestra relación con buenos ojos, jamás hubiera podido. Fuiste sido el astro que mejor me orientó en la tiniebla de mis noches, esos cielos oscuros bajo los que nunca pude dormir en paz hasta que apareciste.
Y estoy segura de que me comprendes. Por eso regreso al lado oeste del muro. Por eso sonrío amargamente mirando a Alberto mientras duerme a diez kilómetros de altura. Aunque sea la mayor de las paradojas, no habría podido tomar la decisión de dejarte si no te hubiera encontrado antes. A ti, Ismael, que tienes el corazón más bravo que existe y me hablaste de tomar decisiones drásticas si tu pulso te lo pide. Puedo escucharte desde aquí llamándote estúpido por haber caído en lo que has caído, y no haber insistido un poco más en tus ambiciones: aquello de escribir una novela, de viajar a África, de querer ser profesor para niños. Los siento aquí mismo, en la coraza del avión. Son tus cabezazos contra la pared. Pensarás que tu vida sólo valdría si tuvieras la oportunidad de volver unos días atrás y no haberme pegado; pero si de verdad continúas siendo Ismael, si sigues cazando el mañana con tu puntería de halcón, tus manos de sabio, sabrás que en realidad eso sólo ha sido la chispa final. Era cuestión de tiempo que todo ardiera. Y el tiempo, no me cabe duda, es el que permitirá que nos volvamos a encontrar algún día y que puedas abrazar de nuevo a tu hijo, grandullón, cómo has crecido, ¿sabes quien soy? Yo te vi dar tus primeros pasos, oí tu primera palabra, ¿me coges de la mano?
Me has enseñado todo lo que sé. Por ello, Ismael, esta carta no puede hablar de mi, sino de ti. Abre los ojos ahora que puedes. Sálvate. Levántate del polvo que estás besando y haz que tu mirada de siempre me haga temblar. Que pueda sentirla y sentirme orgullosa, donde quiera que yo esté.
2 comentarios:
Hola Lars
Ando de paseo por la red, en busca de contadores de cuentos, letras nuevas, para aprender y compatir. Me encontré tu "Café Machado" y me tomé el tiempo para leer tu carta "Para un sabio".
"He intentado, de todas las maneras posibles, encontrar ese punto indeterminado en el que todo empezó a torcerse, y al final he desistido".
Felicitaciones por tu espacio.
Un saludo desde Mérida-Venezuela. Jabier.
Levántate.
Y cuando todo cambia. ¿Por qué lo hace para mal?
Es porque cuando es para bien no es un cambio, es un ascenso :)
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