Anthony Burgess declaró en cierta ocasión que todo individuo, sin excepción, comparte el amor por el lenguaje. En su momento creí que dicha afirmación era un residuo sentimentalista más; el típico producto de la desbocada imaginación del escritor. Ya no estoy tan seguro.
Sumisamente, debo amar al lenguaje porque lo necesito. Por vía oral, textual o gestual, consiento que sea el lenguaje adquirido lo que abra paso a la comunicación; no tan sólo con los demás, sino conmigo mismo. La mente echa mano del lenguaje para percibir y comprender. No acostumbramos a pensar únicamente en palabras, pero las imágenes y sensaciones que recreamos en nuestro diálogo interno constituyen un idioma particular en sí. No ha habido cultura capaz de sobrevivir sin su propio código comunicativo, ya abarque este una cantidad enorme o reducidísima de términos. Los sordomudos dibujan en el aire su propia adaptación lingüística; se mueven, al igual que todos nosotros, dentro del marco de posibilidades expresivas de que disponen. Se trata pues de un amor a todas luces inconsciente, que no tiene nada que ver con la preferencia de una palabra por encima de otra ni con la predisposición a una mayor o menor precisión lingüística, sino con la necesidad de la identificación. En palabras de Octavio Paz: "Aprender a hablar es aprender a traducir. Cuando el niño pregunta a su madre por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente le pide es que traduzca a su lenguaje el término desconocido". El idioma termina por resultar no un recurso, sino una herramienta de supervivencia: es la adaptación, primitiva todavía, de lo indefinible a lo categorizable; de lo difuso a lo identificable, aunque no siempre concreto, pues nos queda claro que nuestro lenguaje sigue resultando insuficiente.
Recientemente, el descubrimiento del código lingüístico de la tribu amazónica de los Pirahã ha puesto en tela de juicio las teorías referentes a la gramática universal, elaboradas principalmente por Noah Chomsky. Al parecer, los Pirahã carecen de palabras que definan números, colores o tiempos verbales; no pueden formular oraciones subordinadas y su alfabeto se reduce a tres vocales y ocho consonantes. La particular idiosincrasia de su idioma repercute de forma lógica en la estructura funcional de su pensamiento: al parecer, carecen de memoria colectiva -no pueden remontarse hasta más allá de dos generaciones- y no sólo no creen en la existencia de divinidad alguna, sino que no comprenden el propio concepto de "divinidad". No obstante, Daniel Everett, el catedrático de la universidad de Manchester que dio a conocer el fabuloso sistema lingüístico de la tribu, declaró: "la ausencia de ficción formal, mitos, etcétera, no significa que no jueguen, mientan o no puedan hacerlo. De hecho, disfrutan mucho haciéndolo, particularmente a mis expensas, siempre con buena intención. Cuestionar las implicaciones de la lengua Pirahã para el diseño del lenguaje humano no equivale a cuestionar su inteligencia o la riqueza de su conocimiento y experiencia cultural".
Al igual que Everett, opino que el lenguaje de esta tribu amazónica no es en absoluto primitivo. Para mí, corrobora la teoría de que el funcionamiento independiente de cada lenguaje define el sistema de pensamiento que rige a cada individuo. Somos, inevitablemente, lo que expresamos. Y tan sólo puedo confiar en que el lenguaje se mantenga como un ser viviente que evoluciona, crece y se perfecciona con el paso del tiempo, porque a día de hoy me resulta hermoso y terriblemente inmaduro al unísono. No viviremos lo suficiente como para ver al niño convertirse en gigante, pero podemos continuar dedicándole un poco de tiempo a cultivar ese inevitable amor que nos define a todos. Unas veces habrá que darle mimos por su eficacia y otras habrá que reñirle por su inmadurez, pero no olvidemos que está tan a medio formar como nosotros. Dejemos que crezca sano, incluso aunque a veces nos parezca que los propios académicos se empeñan en cercenarlo.
Sumisamente, debo amar al lenguaje porque lo necesito. Por vía oral, textual o gestual, consiento que sea el lenguaje adquirido lo que abra paso a la comunicación; no tan sólo con los demás, sino conmigo mismo. La mente echa mano del lenguaje para percibir y comprender. No acostumbramos a pensar únicamente en palabras, pero las imágenes y sensaciones que recreamos en nuestro diálogo interno constituyen un idioma particular en sí. No ha habido cultura capaz de sobrevivir sin su propio código comunicativo, ya abarque este una cantidad enorme o reducidísima de términos. Los sordomudos dibujan en el aire su propia adaptación lingüística; se mueven, al igual que todos nosotros, dentro del marco de posibilidades expresivas de que disponen. Se trata pues de un amor a todas luces inconsciente, que no tiene nada que ver con la preferencia de una palabra por encima de otra ni con la predisposición a una mayor o menor precisión lingüística, sino con la necesidad de la identificación. En palabras de Octavio Paz: "Aprender a hablar es aprender a traducir. Cuando el niño pregunta a su madre por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente le pide es que traduzca a su lenguaje el término desconocido". El idioma termina por resultar no un recurso, sino una herramienta de supervivencia: es la adaptación, primitiva todavía, de lo indefinible a lo categorizable; de lo difuso a lo identificable, aunque no siempre concreto, pues nos queda claro que nuestro lenguaje sigue resultando insuficiente.
Recientemente, el descubrimiento del código lingüístico de la tribu amazónica de los Pirahã ha puesto en tela de juicio las teorías referentes a la gramática universal, elaboradas principalmente por Noah Chomsky. Al parecer, los Pirahã carecen de palabras que definan números, colores o tiempos verbales; no pueden formular oraciones subordinadas y su alfabeto se reduce a tres vocales y ocho consonantes. La particular idiosincrasia de su idioma repercute de forma lógica en la estructura funcional de su pensamiento: al parecer, carecen de memoria colectiva -no pueden remontarse hasta más allá de dos generaciones- y no sólo no creen en la existencia de divinidad alguna, sino que no comprenden el propio concepto de "divinidad". No obstante, Daniel Everett, el catedrático de la universidad de Manchester que dio a conocer el fabuloso sistema lingüístico de la tribu, declaró: "la ausencia de ficción formal, mitos, etcétera, no significa que no jueguen, mientan o no puedan hacerlo. De hecho, disfrutan mucho haciéndolo, particularmente a mis expensas, siempre con buena intención. Cuestionar las implicaciones de la lengua Pirahã para el diseño del lenguaje humano no equivale a cuestionar su inteligencia o la riqueza de su conocimiento y experiencia cultural".
Al igual que Everett, opino que el lenguaje de esta tribu amazónica no es en absoluto primitivo. Para mí, corrobora la teoría de que el funcionamiento independiente de cada lenguaje define el sistema de pensamiento que rige a cada individuo. Somos, inevitablemente, lo que expresamos. Y tan sólo puedo confiar en que el lenguaje se mantenga como un ser viviente que evoluciona, crece y se perfecciona con el paso del tiempo, porque a día de hoy me resulta hermoso y terriblemente inmaduro al unísono. No viviremos lo suficiente como para ver al niño convertirse en gigante, pero podemos continuar dedicándole un poco de tiempo a cultivar ese inevitable amor que nos define a todos. Unas veces habrá que darle mimos por su eficacia y otras habrá que reñirle por su inmadurez, pero no olvidemos que está tan a medio formar como nosotros. Dejemos que crezca sano, incluso aunque a veces nos parezca que los propios académicos se empeñan en cercenarlo.
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