Y a pocos metros de allí, el mundo huye despavorido. Un fantasma en llamas arranca asientos, extingue paredes, aniquila el metal, evapora la carne, desmiembra el sentido de la realidad. El sonido desaparece, vencido por la magnitud de un apocalipsis químico desatado en el centro del vagón; una explosión que desfigura la materia a una celeridad que la conciencia humana es incapaz de comprender. Y entonces, un zumbido que rasga el aire. El chico tiene un aire culto y atrevido al mismo tiempo; la mira fijamente, casi una sonrisa perfilándose entre la caprichosa perilla, casi un virtual dibujo de una posibilidad de vida, visitas al cine, orgamos en la cama de los padres cuando están fuera, casa en el centro y niños. Surge el duelo en el lugar menos esperado: en la pared opuesta del vagón, a unas tres cabezas de distancia: es algo más joven que ella, pero el físico parece desmentirlo. Estirando el brazo tanto como puede, la muchacha alcanza la barra de apoyo y suelta el aliento en trémulas ráfagas mientras piensa, sí, vaya, el metro de Madrid a las 7 y media de la mañana, casi había olvidado cómo era: la mano masculina que furtivamente se desliza para rozar su muslo fingiendo inocencia; el rancio olor a agobio matutino, a la falta de tiempo para ducharse; el inútil desespero del conglomerado humano que se une en una inabarcable cópula en el vagón para, poco a poco, desarracimarse por las calles de Madrid; y sobretodo, una de sus sensaciones favoritas: el juego de los ojos, el calor de una mirada, esa tentación por devolverle la mirada a un extraño, ese extraño goce al violar ocularmente la intimidad de otro por un segundo. Las señales sonoras que avisan del inminente cierre de puertas se demoran un segundo más para permitirla llegar; acelera sus pasos por el andén y llega en el último instante con un salto casi desesperado, la masa compacta de pasajeros se desplaza un centímetro más al interior del vagón, las puertas se cierran. Ya ve al fondo las últimas piernas presurosas, el apuro del pasajero que se niega a perder una vez más ese tren de las ocho y diez. Mientras baja las escaleras mecánicas tan rápido como puede, piensa tenía que ser jueves, justo, no miércoles con la puñetera gramática, otra vez a entrar de pronto en clase y todos levantando la cabeza para ver quién ha llegado tarde como siempre , el billete se le escurre de entre los dedos y casi lo ve desaparecer por entre los estrechos huecos entre sección y sección móvil de la escalera. Se da cuenta de que el día es, de algún modo, prematuro: el sol se ha levantado como si tuviera prisa por llegar al mediodía, la humedad en el aire avisa de un verano que también quiere adelantarse, sortea el tráfico al cambiar de acera en la calle de Santa Isabel porque sí, también todos quieren llegar al trabajo antes que nadie. Justo antes de cerrar la puerta de casa, se detiene un segundo y vuelve la cabeza hacia el interior, mamá, que no te preocupes, ya lo llevo yo al taller esta tarde, nadie se va a morir por coger el metro. Se despera al comprobar que el coche no arranca: ya tuvo bastante con lo de anoche como para encima tener que empezar así el día.
1 comentario:
"[...]tentación por devolverle la mirada a un extraño, ese extraño goce al violar ocularmente la intimidad de otro por un segundo[...]"
2 debilidades.
Publicar un comentario