La náusea (parte I)


La encontró en el suelo de la cocina, tendida boca abajo y con las manos extendidas, abiertas las palmas. De los instantes siguientes, Andrea sólo recordaría unos brazos transportándola mientras sobre sus ojos todo ardía. Sintió luego que descansaba sobre una superficie cómoda, familiar, y una toalla húmeda, milagrosamente fría en la sien. Cuando abrió los ojos y distinguió la pequeña mesita de cristal del salón, sólo el silencioso reloj electrónico le otorgó conciencia del tiempo que había estado inconsciente.
Al poco también recordaba dónde estaba y de quienes eran las voces que tortuosamente habían estado resonando en su desvanecer. Marina, que ocupaba el segundo sofá, se irguió al verla despertar y le ofreció un vaso de agua; Andrea se apartó y cerró los ojos de nuevo. Puso una mano sobre la de su amiga para indicarle que todo estaba bien. Tener que mentir ante seres queridos le devolvía, como una nueva y perversa ola, la náusea.
Mas Marina no notó nada raro. Jaime estaba en cuclillas, con las manos entrelazadas, mirando a Andrea con preocupación.
- ¿Dónde está mi abrigo? – preguntó Andrea, de improviso.
- Descansa, Andrea- sugirió Jaime-. Te has mareado, tal vez tengas algo de fiebre.
Hizo cuanto pudo por hacer creer que estaba enferma. Hay, en realidad, una multitud de interminables causas que puedan explicar un desmayo, y al fin y al cabo, Andrea era actriz y vivía de convencer e incluso de engañar. Aprovecha incluso la circunstancia de que su modesta carrera no terminaba de despegar, y la incertidumbre le conllevaba estrés; todos lo sabian.
Solo comete un descuido. No advierte, hasta pasado casi un minuto, los brazos que la sostienen delicadamente sobre el sofá. Jean-Paul es quien, de hecho, la ha llevado en brazos hasta allí. Ella, Marina y Jaime habían estado tomando unas copas en un local cercano al puerto y volvieron a eso de las diez para cenar en casa de Andrea junto con Jean-Paul, tal y como habían convenido. Aún sin haberse quitado el abrigo, Andrea fue a servirles un poco de vino a todos. Les llevó las copas –que de hecho seguían en la mesita, sobre el tapete blanco-, volvió para servir la tercera (la suya) y la cuarta, que había de ser para Jean-Paul. En ese momento se produjo un oscuro silencio, y el reloj no daba lugar a dudas: había durado quince minutos. El mundo recuperó poco a poco su orden y colorido, y Andrea se preguntó si acaso todo aquello se quedaría en un susto. Mas tuvo que esforzarse para que los demás no notaran algo: su mano derecha temblaba. Y siguió temblando durante mucho tiempo.
Deslizándole la toalla, Jean-Paul también interpreta su papel. Creyó que lo mejor era explicarlo como un bajón de tensión o una copita de más. Le pareció haber visto algo que lo confundió hasta el punto de preferir ignorarlo, aunque le fuera imposible.

* * *
Unas tres horas después, Andrea hubo de irse a la cama con la terrible certeza de que no dormiría. De Jaime no tenía dudas: un antiguo compañero de escenario no la conocía hasta el punto de poderlo notar. Lo sintió por Marina. Quince años de amistad no se merecían tal trato, y sin embargo, continuó actuando; algo que decía hacer sólo ante la gente que detestaba.
La manta se deslizó un poco y sintió un brazo que la rodeaba. La tomó con fuerza, y notó el tintineo que escapaba de su pecho; mas ella no se volvió. ¿Te sientes mejor ahora? Le preguntó con aquellas eses y erres tan poco hispanas, de las que él se avergonzaba y ella en cambio disfrutaba.
- Los grillos están cantando con muchas ganas hoy- contestó ella.
Efectivamente, trataba de ganar tiempo. A Andrea le encantaba dramatizar, soltar frases fuera de contexto, coquetear con lo inesperado. Sólo unos pocos –nuevamente, Marina- habían advertido lo ingeniosa que podía ser cuando no quería contestar a algo. En ese sentido estaba acostumbrada a salirse con la suya, y sólo cuando a sus evasivas las seguía un silencio sabía que la jugada no había salido bien. La noche estaba dispuesta a ser aún más larga de lo esperado.
“Antes no he querido decirte nada. Al despertarte en el sofá todos quisieron saber qué había pasado. ¿Puedes recordar esos primeros segundos? Tú te explicaste, hablaste del vino, el mareo, la regla, ya sabes. Pero un instante antes de hablar dijiste algo, creo que fui el único que lo oyó. No si si fue escondido, o malherido, o… pero tu pupila se, ¿Cómo se dice? Se hinchó y luego se encogió de nuevo. Como si, como si estuvieras muy, muy asustada. Sabes lo mucho que me fijo en tus ojos, has visto mis cuadros. Tengo tus miradas aprendidas, clasificadas. Mira, Andrea, no quiero insisitir. No quiero. Sólo quiero que sepas que yo también me he asustado.”
La besó de nuevo, esta vez en la oreja. Se inclinó y dejó las gafas sobre la mesita de noche, junto a un ejemplar de El Príncipe y el Mendigo. Se quedó mirando la cubierta del libro como si en él se encerrara alguna clave que descifrara lo ocurrido. En realidad Jean-Paul pensaba en el ayer, en los corazones que quedaron atrás en Niza, todos los errores que le hubiera gustado no cometer allí estaban vagando en algún punto oscuro de la habitación. Pero pensó, finalmente, que lo mejor sería apagar la luz. No podía ver la mano derecha de Andrea agitándose.
* * *
Le dijeron: “puedes comenzar”. Se tomó su debida calma, apurando el cigarro hasta el filtro y releyendo las líneas del guión que consideró necesarias. Si algo había aprendido tras más de una década de cástings, audiciones y pruebas, esto era que ninguna norma quedaba inmune; todo podía ser alterado. Las exigencias de un papel, las expectativas del director, eran demasiado misteriosas como para someterse a ellas. Siempre se exigía algo diferente y no tenía sentido tratar de anticiparse.
Saltó al escenario frente a una cortina de oscuridad que encerraba cinco atentas miradas y alguna que otra nube de nicotina. El joven que había de ser su pareja de texto contempló cada uno de sus pasos subiendo la escalerita; Andrea no consiguió pasar por alto sus rasgos extranjeros, brazos bronceados y robustos sosteniendo un arrugado libreto de papel. Las nubes de humo dictaminaban: “nos gustaría que te impusieras, que demostraras tu carácter. Él cree tenerlo todo bajo control, cree tenerte bajo control. Pero tú no estás dispuesta a permitirlo, quieres romper con todo, incluso a ti. ¿Lista?”
No contestó. Saltó directamente a la primera línea de diálogo, cruzada de brazos y dándole la espalda a su nuevo compañero.
Tanto el diálogo como la situación como el cásting le parecieron plásticos, más bien manidos. Aceptó, desde que decidió ser lo que era, la idea de que se le pagaba por representar y no por objetar. No obstante desde aquella mañana la perseguía un rastro de mal agüero; algo así como que se ha tomado la peor esquina antes incluso de doblarla. Escupía las frases en que la tímida e inconformista María Carreño alzaba un puño rebelde en un mundo de machos, hasta que comenzó a notar la presencia.
Habían, que ella supiera, seis pares de ojos clavados en su figura. El actor que la acompañaba, Dios mío qué tipazo, era uno de ellos. Pudo adivinar también al director de la obra y la coordinadora del cásting, y su sombría escolta de tipos sin identidad alrededor de la mesa que no perdían detalle de sus gestos y movimientos. Al mismo tiempo juró presentir un calor intangible en algún confín de la sala, o de su conciencia.
El joven actor se aproximaba un par de pasos más y la tomaba por la cintura, atrayendo su cuerpo lenta pero decididamente. A pequeños tientos le llegaba una respiración muy por encima del límite de su cabello. Se entregó a la flojera de piernas y mente de María Carreño; olfateó las palabras de él, resguardada por el silencio de sus párpados cerrados. En un momento dado el joven había de decirle “te necesito”, y ése era el momento de abrir los ojos y estallar. La voz era, no le venía otro término a la cabeza, embriagadora. Y mientras los dedos se deslizaban muy sutiles, casi fantasmales, por debajo del jersey, trazando el contorno de su ombligo, abrió los ojos y lo vio.
Ciertamente había una séptima figura. Y lo que era peor, no tenía rostro ni rasgos reconocibles. A su derecha, tal vez a unos quince o veinte metros, distinguió el rumor de una calada perdiéndose en el aire hasta casi rozarle el oído. La oscuridad vencía a partir de los dos pasos más allá del escenario y ni a los de la mesa se les reconocía. Pero en uno de esos inciertos claroscuros, una fracción de luz violando el aire ténebre, asomaban unos lustrosos zapatos de punta cubana, una mano apoyada en el enorme foco apagado. Con carta blanca para la imaginación, Andrea hubiera completado la figura con un traje oscuro y elegante de los años 20 y hasta un sombrero del mismo corte. Mas en ese entramado de luz y sombra sólo habían zapatos, mano y el lento avanzar del relente.
“Te necesito” sonó una vez más, y esta vez tenía un trazo de urgencia. ¿Era la primera vez que el actor se lo decía? ¿O estaba realmente insistiendo?
El espacio entre ambas cinturas era, en todo caso, cada vez menor. El silencio que reinaba frente a sus ojos se alimentaba, allá donde la negrura mantenía sus dominios hasta la frontera del escenario, donde la séptima figura la atenazaba con una mirada que sin duda allí estaba.
Hubo perdido la cuenta de golpes de corazón transcurridos cuando alguien le susurró la frase que tocaba: “suéltame, yo no soy…”. Entre tanto una mano la sostenía por el hombro y otra se adentraba, sin prisa pero sin pausa, en la loma de su vientre y le buscaba, estaba segura, algo que ya había comenzado a humedecer.
Andrea conocía ya la contienda ante las miradas enigmáticas, la pugna entre sensaciones fingidas y no tan fingidas que podían mezclar en una misma sala el teatro con la vida real. Era sólo que había algo más. Algo que la desvestía, la invadía de una sola carga; de un insondable alarido, se disolvía lo que ella conocía por paz y tranquilidad.
- Suéltame. Yo no soy quien crees que soy- dejó escapar al fin.
De un empellón se libró de los brazos del joven y tan pronto como lo hizo advirtió que su reacción- que nada había tenido que ver con el papel- había casado sorprendentemente con la atmósfera de la escena, con los malditos requerimientos. De algún modo pudo otear las miradas de satisfacción bajo el manto oscuro. Pero al dirigir un fugaz vistazo a la derecha, no encontró ni a la figura oculta ni al foco en el que la creía haber visto apoyándose.
Ahora que el calor del joven no la sostenía y que el séptimo par de ojos no se había esfumado, no se sintió más tranquila sino que continuó intuyendo, si acaso ahora un par de insignificantes pasos más a lo lejos, el aliento de un espanto que continuaba sin tener nombre, voz ni rostro; y que definitivamente era superior a ella misma.

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