De la idiosincrasia del papel

Se suele pensar que una hoja en blanco no es más que una hoja en blanco, pero ¿cuantas veces nos ha dado la impresión de que están bien despiertas? Jamás produciremos hoy un texto idéntico al de ayer. Las confesiones que sobre estas hojas vertemos parecen responder a estímulos que nada tienen que ver con nuestra voluntad. Afrontémoslo: son todo un carácter, y nadie nos ha enseñado a domesticarlas.

No somos tan valientes como para embarcarnos en la escritura de una guía oficial sobre el asunto, pero sí podemos abrir las puertas de este improvisado museo en el que expondremos el resultado de nuestras sufridas - e insignificantes - pesquisas. Que se deleiten los grandes y que disfruten los pequeños: he aquí las más asombrosas especies que podemos encontrar en nuestro mismo hábitat natural.

El papel absorbente. Somos incapaces de mentirle. Se limita a aspirar pedazo tras pedazo de confesión a la par que brotan las lágrimas, se desatasca la conciencia y chirría la muñeca. Oficia de párroco, psicoanalista y telépata a partes iguales, lo que ya de por sí suena extenuante. Se deben tomar con él mayores precauciones de las aparentemente necesarias.

El papel transparente. Dócil como un cisne, se dejará hacer cuanto el escribidor desee. No pondrá peros ni reparos. No conoce la resistencia. Al cabo de poco tiempo estará completamente inundado de tinta; no obstante, al día siguiente intentaremos releer lo escrito y no encontraremos nada.

El papel de lija. El hermano asilvestrado del papel transparente. Nada parece funcionar con él. Las frases más sencillas se tornan un tormento morfosintáctico; las ideas más simples parecen maquinaria suiza sobre su superficie. Por algún motivo, se resiste también al desgarro, con lo que algunos optan por pasar directamente de página.

El papel indomable. Una vez hemos montado sobre él, nadie puede saber adónde nos llevará. Convierte al jinete en una víctima más de sus inescrutables caprichos, y termina arrojándolo a costas extrañas en las que sobra tiempo para meditar acerca de cómo se ha llegado hasta allí.

El papel balsámico. Desprende un reconfortante efluvio que relaja y amansa al escribidor, quien acostumbra a irse a dormir en paz tras haber soltado apenas dos párrafos cortos pero embriagadores. Las variantes más desarrolladas de esta especie incluyen propiedades aromáticas.

El papel espectral. Hipnotiza al desventurado que osa mancillar su blancura. Un rato después la página continúa en blanco, y nosotros recorremos la habitación de punta a punta mientras nos preguntamos qué demonios ha ocurrido.

El papel de charol. Todo brilla sobre él. Las palabras derramadas saben a mística y hechizo. Uno se levanta de la mesa henchido de satisfacción y convencido de haber producido el mejor texto de su vida. Lamentablemente, el charol pierde su brillo con el tiempo.

El papel inmortal. El que se resiste a desaparecer. El escribidor lo deja aparcado, lo encierra en un cesto de mimbre, lo olvida, cambia de domicilio... y súbitamente, lo encuentra debajo de la cama.

El papel higiénico. Uno se aproxima a él sabiendo que está a punto de producir un memorable excremento literario. Aunque el hedor de la fatalidad es omnipresente, hace un esfuerzo por demostrar que está equivocado, lo que da como resultado una simpática cuadrícula cien por cien reciclable.

El papel ecológico. Sin duda, la especie más amable de la colección. Aunque lo que se haya escrito esté completamente desprovisto de sentido, uno se marcha con la sensación de haber realizado una obra útil.

Nota a los visitantes:

Como cazadores jóvenes e inexpertos que somos, esperamos que comprendan y acepten las deficiencias de nuestra investigación. Si durante sus viajes encontraron ustedes alguna otra especie digna de ser catalogada, les estaríamos muy agradecidos si nos indicara dónde podríamos encontrarla. Este museo es reducido y, dado que ha sido creado íntegramente sobre el papel, es también infinito.



So many happy people

Si es que en el fondo es lo que quieres, verlos así. Les vendes tus cacharros para sobrevivir, pero tampoco está de más que se pongan contentos. Tú mira a Nuria, ahí con su molinillo viejo de café, más feliz que un perro con dos colas, dime que no te da algo en el corazón. En el momento en que supe que conseguiría uno para la feria, la llamé. Estas cosas gustan mucho a la gente, pero a ella más que a nadie.

Viene a la feria cada año desde hace un montón de tiempo, siempre preguntando por el molinillo. Acabó contándome la historia; es porque su abuela murió hace tiempo, y ella heredó un molinillo de café viejísimo, de cuando Cristo perdió la barba, y para ella era como si tuviera que cuidar al molinillo para que el espíritu siguiera calentito o algo así; se conoce que la quería mucho. Siempre la pone por las nubes, las cosas que sabía, lo graciosa que era, lo joven que estaba para la edad que tenía, los cuentos que le contaba y la voz que tenía y tal. Uno nunca sabe si es lo que piensan de verdad o si exageran con estas cosas; a la gente le da por hablar bien de los demás cuando ya se ha muerto, como si faltaran cojones para hacerlo cuando están vivos, que es lo que se habría de hacer. Y bueno, que un día se le cayó al suelo, catacrás y adiós molinillo, y ella como que nunca se lo ha perdonado a sí misma, y no sé cuánto tiempo lleva buscando un molinillo igual que el de su abuela.

Nosotros tenemos nuestros secretos, que son secretos para proteger, o sea, protegernos a nosotros mismos. Es lo que todo el mundo hace, ¿no? Hace cientos o miles de años que existen los feriantes, tenemos nuestro codiguillo. Mi abuelo falsificaba a veces él mismo los objetos; los de ahora confiamos en los chinos, que lo hacen mejor. Lo hacen en plan empresa, bien hechos, así a gran escala: cogen modelos reales, hacen réplicas y les hacen mil retoques para que parezcan antiguallas, antiguallas de verdad. Hace un rato le he vendido a un tío un mechero como el que llevaban los yanquis en el Vietnam; era para ver cómo le brillaban los ojos al hombre. Seguro que se monta su película con el mecherito, ahí: la colina de la hamburguesa, los arrozales, este mechero estuvo ahí, qué pasada. Claro que me hace gracia, hombre. Con Nuria es distinto; le tengo cariño. Pero para qué iba a contarle nada. Yo a un tonto no le pido que deje de ser tonto, con tal de que esté contento. Y para estar contento, lo mejor es no saber demasiado. Mi abuelo me lo decía siempre, siempre. Mírame a mí, si no. He sido mago, adivino y feriante. Me he pasado la vida vendiendo mentiras, pero he visto a tanta gente feliz. A tanta. Todos contentos con mentirijillas que a lo mejor no se terminan de creer, vete tú a saber, pero les hace falta creer. Al final, el que termina menos contento soy yo, como siempre. Porque termino sabiéndolo todo, y es un poco triste. Si lo piensas, es un poco triste.


Certeza

No había mundo más real que el que podía verse desde su ventana. Su habitación era un refugio reservado para especular sobre todo lo que sucedía fuera. El paisaje de una construcción detenida se concentraba sobre la mesa, con docenas de cuadernos de los que se derramaban toneladas de dudas existenciales, disertaciones artísticas y versos a medio construir. En las esquinas del cuarto se apilaban colecciones de lienzos en los que quedaban retratados su obsesión lumínica y su compleja relación con la forma y el espacio; maremotos coloridos que huían de la concreción geométrica, igual que él huía de la concreción en general.

Porque la simplicidad era otro terror. A pesar de lo mucho que adoraba la poesía, era incapaz de sintetizar sus propios pensamientos. Para poder explicarse, necesitaba gozar de un tiempo ilimitado. En su mente habitaba un tumor empeñado en defragmentar, enmadejar, sublimar la visión más sencilla o la ocurrencia más anodina. El empalagoso peligro de lo abstracto intoxicaba cada uno de sus pensamientos, como un líquido graso deslizándose por entre las cañerías de su laberinto encefálico. Era por eso que su forma de hablar era lenta y pesada; la boca actuaba de aerógrafo, difuminando en el aire esa densa humedad agolpada en la mente.

En cuanto a su relación con el lenguaje, era un perfeccionista sin hábito de perfección. Buscaba siempre una precisión matemática, una exactitud atómica, aunque no lograra desprenderse de un empalagoso balbuceo que se ahogaba en esa insufrible búsqueda de La Palabra. Cuando esto sucedía, su mano empezaba a temblar en el aire y sus labios se petrificaban en una dolorida mueca de esfuerzo. Su cuerpo somatizaba esa angustia situacional, derivada de la certeza de no estar expresándose como pretendía. En sus sueños solía encontrarse con las manos manchadas. Un psicoanalista le dijo en cierta ocasión que dicha imagen simboliza la dificultad comunicativa.

Ella le amaba. Vivían tranquilamente en su pisito en la zona sur de la ciudad, entre botes de pintura y fotografías en blanco y negro de lugares en los que nunca habían estado. En ocasiones, el interior de la casa se cubría de un silencio sin origen, llegando a dar la impresión de que ninguno de los dos vivía allí. Llegaban al punto de preparar juntos la cena sin que hiciera falta decir una sola palabra. Esa inusual vacuidad de palabras llegaba a asustarla. Pasó mucho tiempo hasta llegar a comprender que lo que precisamente le asustaba era lo mismo que le traía paz: esa ausencia de voces en un mundo en el que a todos se les enseña a defenderse, reivindicarse y expandirse con el uso agresivo de la palabra. Pensar en esto le hacía sentir algo parecido a la inutilidad, como si no tuviera fuerzas para cambiar nada, como si fuera incapaz de escapar de nada; ni siquiera de la costumbre.








Touching the void

La atmósfera no respira. El oxígeno no late. La tierra es aquí de un marrón vencido, exánime; el color, supongo, del testamento que recoge la voz de lo que una vez fue un paisaje fragante y colorido. Las primeras vigas, esparcidas entre rectángulos de hierba descompuesta, ya nos habían confirmado que nos acercábamos a nuestro destino. Ahora que lo hemos alcanzado, comprobamos con asombro que los retorcidos huesos de hormigón de esta central parecen más vivos que el paisaje que nos rodea.
Eidur contempla la central como quien contempla a un sueño hecho carne y hueso. Mi mujer solía enfrentarse así a los cubos de Rubik que tanto le gustaban: enigmas cargados de esperanza. La figura de Eidur, erguida ante el cadáver de un coloso, parece dejarse llevar por una sombría mezcla de rigidez y liviandad. Hace horas que dejamos de escuchar a los pájaros.

- Sé que hay que seguir adelante.
Lo ha dicho Eidur, pero no podría ver su alma aunque me la clavaran ante los ojos. Empezó como un pasadizo, pero metro a metro se convirtió en túnel, y entonces el túnel se convirtió en tubería y después en pesadilla; luego se estrechó aún más. Al norte, hacia arriba, un suspiro de luz blanca insiste en que hay una salida, pero desde aquí parece como si la vida no fuera lo suficientemente larga como para alcanzarla. El temor a quedarse atrapado aquí, sin luz, ni aire, ni esperanza, ha cobrado demasiada fuerza como para pretender ignorarlo. Sin embargo, oigo la agitada respiración de Eidur - gemidos convertidos en furia pugnando por un centímetro más, arañando la base del cada vez más angosto pasadizo con unas uñas que empiezan a creerse garras, avanzando, persistiendo, venciendo- y sé que él no está pensando en nada en absoluto.
- Eidur, no puedo más.
Su arrastrar se interrumpe. Por unos segundos, nos devora un silencio como el que sólo pueden conocer los espeleólogos; cuando no desaparece el sonido, sino la posibilidad misma del sonido.
- No me quedan fuerzas. Sigue tú.
Pero conozco a Eidur desde hace muchos años, y sé que ahora estará sonriendo en la oscuridad; y serán unos dientes agresivos que despiertan por la certeza de haber vislumbrado el futuro.
- Agárrate a mis pies - me ordena-. Vamos a seguir adelante.

Alcanzamos a ver el cielo envenenado de Chernobyl. El techo de la central, herido de muerte, quebrado por la mitad, corona un caótico jardín de desperdicios, cascotes, guijarros y un sinfín de dibujos en metal esparcidos enderredor. Sabíamos pues que llegados a este punto sólo nos quedaría caminar unos metros hacia adelante, trepar por la escala que antiguamente conduciría hasta el centro del reactor, abrirnos paso por el segundo nivel, ya prácticamente derruido, y sentarnos. Lo que no sabíamos, por supuesto, es que encontraríamos a toda esa gente.
No se parecen en absoluto a lo que uno esperaría de un grupo de desventurados que buscan su lugar para morir. Nos recibieron con abrazos enérgicos, palabras llenas de afecto y calidez. Era gente ávida de afinidad, no de conmiseración. Vimos rostros procedentes de todos los rincones del planeta, y en todos distinguimos lo mismo: todos estaban tranquilos. No felices, sino en paz con ellos mismos. Y esa tranquilidad les había devuelto un altruismo que sin duda conocieron en algún momento de sus vidas, pero que habían dejado atrás hace ya mucho tiempo.
Sasha es el que lleva más tiempo aquí. Nos ha explicado que ya ha empezado a sentirse enfermo, por lo que no le queda demasiado tiempo. Pronto deberemos recibir a nuevos peregrinos; así los llama él. Cada vez vienen más; Sasha opina que todo se debe a una simple cuestión de recursos. Ahí fuera ya no queda nada que ver. Es lógico que todos quieran venir aquí, donde empezó todo. Sasha nos dice que fue profesor de filosofía, pero no quiere añadir nada más sobre su pasado.
- Estar a las puertas de la muerte libera absolutamente todo - nos cuenta mientras el cielo se oscurece-. Incluso del pasado.
- Por eso vinimos aquí - afirma Eidur-. Por eso, y para poder decir que el camino se ha terminado cuando yo lo he decidido.
- Así que quieres vencer al destino - Sasha se pasa un dedo por los labios y observa a mi compañero con una divertida curiosidad-. Pongamos que subes ahí arriba y te encuentras con Dios. ¿Qué le dirás para justificar tu pequeña traición? Se suponía que poder estar aquí era un regalo.
- No para mí. Tengo la sensación de que Dios nos timó, o quizá nosotros le hemos timado a él. En cualquier caso, morir tranquilo es lo único que me importa ahora.
- Seguro que deseaste otras cosas en el pasado. Muchas cosas.
- Demasiadas - responde Eidur.
Todos los demás están durmiendo ya. Me pregunto por un instante cuántos no llegarán a despertar mañana. La pequeña fogata nos mantiene cálidos, pero no puedo evitar sentir un escalofrío. No logro alcanzar la tranquilidad que mantienen Eidur y Sasha.
- ¿Qué deseaba usted, Sasha? - le pregunto.
Resta en silencio unos segundos. Con el fuego reflejado en ellas, sus pulpilas irradian una paz como nunca la había visto; la clase de sabiduría que confiere el sentirse ajeno a todo, ajeno incluso al bien y el mal.
- Creo que quería llegar aquí. Sentarme en un lugar desde el que poder decir: "no sé si he sido un gran hombre, si he he tomado siempre las mejores decisiones, si he logrado todo lo que quería... pero he procurado ser yo mismo. He intentado no hacer daño a nadie. He tratado de, en fin, escuchar a mi corazón y hacer siempre lo que consideraba correcto". El buen chico que a uno le enseñan ser en la escuela. Sólo puedo lamentarme de lo que no me ha tocado.
Parpadeó precipitadamente; algo había caído sobre sus ojos. Elevó la vista hacia el cielo.
- Sería como lamentarse de no gozar hoy de una noche seca - y sonrió-. Anton y los demás han montado una pequeña carpa para estos casos; podéis dormir allí debajo. Espero que descanséis, chicos. Buenas noches.
Buenas noches, le contestamos.





Szeretem nyelv


Anthony Burgess declaró en cierta ocasión que todo individuo, sin excepción, comparte el amor por el lenguaje. En su momento creí que dicha afirmación era un residuo sentimentalista más; el típico producto de la desbocada imaginación del escritor. Ya no estoy tan seguro.

Sumisamente, debo amar al lenguaje porque lo necesito. Por vía oral, textual o gestual, consiento que sea el lenguaje adquirido lo que abra paso a la comunicación; no tan sólo con los demás, sino conmigo mismo. La mente echa mano del lenguaje para percibir y comprender. No acostumbramos a pensar únicamente en palabras, pero las imágenes y sensaciones que recreamos en nuestro diálogo interno constituyen un idioma particular en sí. No ha habido cultura capaz de sobrevivir sin su propio código comunicativo, ya abarque este una cantidad enorme o reducidísima de términos. Los sordomudos dibujan en el aire su propia adaptación lingüística; se mueven, al igual que todos nosotros, dentro del marco de posibilidades expresivas de que disponen. Se trata pues de un amor a todas luces inconsciente, que no tiene nada que ver con la preferencia de una palabra por encima de otra ni con la predisposición a una mayor o menor precisión lingüística, sino con la necesidad de la identificación. En palabras de Octavio Paz: "Aprender a hablar es aprender a traducir. Cuando el niño pregunta a su madre por el significado de esta o aquella palabra, lo que realmente le pide es que traduzca a su lenguaje el término desconocido". El idioma termina por resultar no un recurso, sino una herramienta de supervivencia: es la adaptación, primitiva todavía, de lo indefinible a lo categorizable; de lo difuso a lo identificable, aunque no siempre concreto, pues nos queda claro que nuestro lenguaje sigue resultando insuficiente.

Recientemente, el descubrimiento del código lingüístico de la tribu amazónica de los Pirahã ha puesto en tela de juicio las teorías referentes a la gramática universal, elaboradas principalmente por Noah Chomsky. Al parecer, los Pirahã carecen de palabras que definan números, colores o tiempos verbales; no pueden formular oraciones subordinadas y su alfabeto se reduce a tres vocales y ocho consonantes. La particular idiosincrasia de su idioma repercute de forma lógica en la estructura funcional de su pensamiento: al parecer, carecen de memoria colectiva -no pueden remontarse hasta más allá de dos generaciones- y no sólo no creen en la existencia de divinidad alguna, sino que no comprenden el propio concepto de "divinidad". No obstante, Daniel Everett, el catedrático de la universidad de Manchester que dio a conocer el fabuloso sistema lingüístico de la tribu, declaró: "la ausencia de ficción formal, mitos, etcétera, no significa que no jueguen, mientan o no puedan hacerlo. De hecho, disfrutan mucho haciéndolo, particularmente a mis expensas, siempre con buena intención. Cuestionar las implicaciones de la lengua Pirahã para el diseño del lenguaje humano no equivale a cuestionar su inteligencia o la riqueza de su conocimiento y experiencia cultural".

Al igual que Everett, opino que el lenguaje de esta tribu amazónica no es en absoluto primitivo. Para mí, corrobora la teoría de que el funcionamiento independiente de cada lenguaje define el sistema de pensamiento que rige a cada individuo. Somos, inevitablemente, lo que expresamos. Y tan sólo puedo confiar en que el lenguaje se mantenga como un ser viviente que evoluciona, crece y se perfecciona con el paso del tiempo, porque a día de hoy me resulta hermoso y terriblemente inmaduro al unísono. No viviremos lo suficiente como para ver al niño convertirse en gigante, pero podemos continuar dedicándole un poco de tiempo a cultivar ese inevitable amor que nos define a todos. Unas veces habrá que darle mimos por su eficacia y otras habrá que reñirle por su inmadurez, pero no olvidemos que está tan a medio formar como nosotros. Dejemos que crezca sano, incluso aunque a veces nos parezca que los propios académicos se empeñan en cercenarlo.

XXIII

Podríamos decir que la ciudad está vacía.
Sus murallas y minaretes murieron hace tiempo,
la belleza que galonea es un cuento para infelices.

Podríamos
restar aquí eternamente
y no ver más que fantasmas.
Olvidar al instante los nombres
que reducen al parque y la alameda
a un cartel ávido de recuerdo.

Qué me importan Roma o Sangri-lah
si estuviste a mi lado.