XVIII.


La prosa
Sigue su propio ritmo.

Cortázar adivinó un mundo
de ficciones sincopadas;
de peces dorados en el acuario
y músicos que no entienden el tiempo.

Henry Miller rasgó las partituras
del fallido sueño americano,
y sus líneas más hermosas sonaron
como el croar de mil ranas en la ciénaga.

Nosotros
buscamos un ritmo propio, también,
improvisando solos absurdos
frente al espejo,
divagando por una platea
de piedra, cemento y asfalto,
esquivando miradas en do mayor,
buscando un canon que cierre con destreza
ese punzante blanco entre escalas.

Nuestra pieza, siempre inconclusa,
trata de acatar órdenes
que nunca entiende.

Autoimagen


Las cortinas de terciopelo rojo estaban corridas hacia los extremos. La luz del candil parecía reverberar trémulamente, al antojo de la tenue brisa primaveral que alcanzaba el último piso de la torre. El tintero quedó en la posición que más le agradaba: a cinco centímetros del borde de la mesa de roble; amenazando con saltar al vacío, pero refrenándose; recibiendo el susurro de la luna en un ángulo que permitiera que la porcelana roja estallara con él. Palpó el contorno de sus labios durante unos segundos, antes de bañar la punta de la pluma.

"Los grandes maestros iluminan la senda del poeta. Con gran esmero la persigo, pero... ¡cuan pérfidas, capciosas y veleidosas pueden ser las musas! Tal que el heroico compromiso que siente el guerrero con su causa, entrego mi cuerpo al deber de la escritura... día y noche, día y noche; el alma concentrada en la muñeca, vertiendo línea tras línea un ceremonial rastro de tinta que bien podría escapar de mis venas...".

Sintió de pronto algo en el cuello, y pensó si acaso rascarse supondría un excesivo alejamiento de su tarea. Aprovechó para considerar si no habría sido una mala idea colgar el espejo justo ante él: con la perilla que amenazaba volverse matojo, y con unos ojos que cada vez destacaban menos ante las ojeras que los sombreaban, su propia faz empezaba a parecerse a la imagen precisa de la distracción.

"Procuro siempre afilar los cinco sentidos, hacer que prendan chispas cual yunque al rojo vivo... admiro a Shakespeare por saber definir con tan simples palabras a lo puro e inmortal, a Byron por inflamar pasiones con casi infantil facilidad... pero busco, en mis propios secretos, nuevas formas de describir mi entorno; el ánimo del mundo".

La pluma se detuvo. El largo penacho blanco quedó temblando, pendiente del equilibrio que ya no llegaba desde el otro extremo. El joven releyó sus propias líneas, buscando algo que refutara esa creciente sensación de tropiezo, de no saber hacia dónde demonios se dirigía.

"El ánimo del mundo...".

Se levantó de la silla y se apoyó en el alféizar de la ventana. En el cenicero descansaba un Lucky que la noche anterior había olvidado encender, así que lo tomó. Esparció los primeros hilos de humo sobre la negrura, tratando de pensar en algo que no fuera Silvia. Ah, Silvia. Una parte de mí piensa que eres una dama maravillosa, una conjunción de virtudes y talentos... y la otra piensa que eres una hija de puta y una zorra mentirosa; y oye, no sé qué parte de mí me gusta más. En la última conversación entre ambos se llegó a pronunciar la palabra "demanda". Aún tenía que venir a recoger su libreta de apuntes de latín y sus discos de los Ramones. Debería verla al menos una vez más. Para colmo.
Volvió a sentarse.

"El ánimo del mundo... esta noche está enjuagado con el sabor de la tormenta, sazonado con el aroma del averno, cubierto por la especia de la mentira y la vanidad... y siento que al frente de toda esa marea de atrocidades estoy yo, a un paso de ser arrojado un vacío oscuramente ignominioso...".

Se agachó para recoger su White Label. Aquello sí sabía bien. Pegó después otro trago y supo mejor.

Dejó la botella, preso de un repentino nerviosismo. No, no era lo correcto. Valía la pena intentarlo. Un último esfuerzo.

"...y en las entrañas de mi cuerpo, un corazón destrozado, aniquilado, se...".

Arrugó el papel y lo dejó caer al suelo. El hachís estaba junto al equipo de música, donde siempre. Se puso los cascos.


I think I'm a dreamer. Fotomontaje artístico de Ben Goossens.

Brand New Day



10 de septiembre de 2010

Me lo encuentro llorando a las puertas del colegio cuando voy a recogerle. Claro que, dos horas después, de vuelta a un ambiente en el que sabe cómo responden las sombras y luces que lo rodean, está mucho más tranquilo. Veo a Eloy seguir mis pasos, aunque mi infancia transcurriera sobre calles sin asfaltar. Y aunque tuviera dos pilares en lugar de uno. Si el peso de un universo equilibrado descansa sobre dos pilones laterales, un hijo sin padre depende de una única firmeza, insuficiente y casi improvisada. Desármate de huesos y dime qué tal caminas. Pero, puestos a pensar: ¿no es aún peor mi caso? Si como pilar me quedara sin nada a lo que sostener, me convertiría en una antigualla sin otra función que lucir para los curiosos. La misma Gran Obra , Raúl, sigo llamándole así a la que he dado luz es mi fuente y mi sustento (vivo por y de la rosa a la que debo domesticar), y si a mí me tiemblan las piernas, él apenas ha empezado a caminar. Gracias al apoyo de Jorge y Silvia, la fachada no zozobra. Ellos son los responsables del desdoblamiento de la perspectiva: desde que en la agencia de viajes me dijeran que seguramente no me renovarían para el año siguiente (por algún extraño motivo, he cambiado de prioridades desde que soy madre), no me he sentido sino agradecida. Eloy tiene cada día más rasgos de su padre: la muerte descarga sus restos de nieve sobre la vida, o tal vez yo ya no distingo entre muerte y vida. Los ancianos temen a la pérdida de lucidez; y yo, a la pérdida de la cordura.

18 de marzo de 2.010.

Daddy's Gone. El serrucho oxidado que hay en la garganta de Tom Waits. El mausoleo de Jim Morrison y Joey Ramone. Nunca los quise, pero hoy duermo sobre ellos. Cuando Mario me llamó para contarme que Raúl había muerto, yo estaba en medio de una calle en la que nada estaba en orden; ni siquiera la lluvia. Tres bolsas de compra en cada mano y la gente que tropieza con ellas y mi bolso y Eloy que se va de mi lado y tengo que gritarle Cuidado con los coches y. Cómo me haces esto, hijo de puta, me quedo sola con un niño, con TU niño, pensé. Fui al entierro después de casi 30 horas sin dormir y el estómago bañado en vino; por supuesto que estaba animada. Nadie quiere hablar de suicidio: la idea se rechaza antes incluso de que llegue a pronunciarse, se expulsa de la conversación apenas ha dado dos pasos en ella, igual que a un mendigo en un restaurante. Estamos demasiado asustados como para contemplar ciertas posibilidades; dentro de un año estaremos más preparados. Jorge fue el último en hablar con él por teléfono: "hace mucho frío, tío" fue lo último que dijo. Tengo mil preguntas que hacer y no quiero ninguna respuesta. Ahora mismo escribo sobre su libreta azul; la libreta de las pesadillas. Expulso el aire rancio como notas expelidas por un acordeón plegándose. Debería quemarlo todo; libretas, fotografías, libros, hojas del campo con nuestro nombre, besos con fecha y hora, para así no olvidar nunca nada. Me gusta que los recuerdos sean recuerdos, no alaridos en el sótano. Papaíto se ha ido y Eloy vive.

5 de julio de 2008.

Bueno, sí, me había prometido que ésto no pasaría, claro, claro, etcétera. Bien, ¿qué se supone que tengo que escribir ahora? No amo a Raúl, pero sí estoy enamorada de él cuando despierta a mi lado. Antes de marcharse al trabajo, esperó a que yo saliera de la ducha para pedirme un abrazo. Le dije que no. "¿Es porque tienes miedo de volver?". Y asentí, y volví a retroceder. "Terminarás equivocándote", y cerró la puerta. Aún busco la forma de abrazarlo con palabras que él pueda comprender; líquidos que lo envuelvan y le hagan asumir -porque siempre dice asumir, pero sólo promete- una idea: es lo mejor, sólo quiero lo mejor para los dos (Eloy, los tres), que acepte lo que él mismo dijo hace dos meses, y es que Eloy nos ha unido y separado para siempre. No se trata de poder estar juntos o no: ya no podemos estar. Miro a la Gran Obra dormirse con el chupete en la boca y entiendo por qué no quise un padre para él que no sea Raúl. Un padre al que no amo como esposo, sino como padre de mi hijo. En la última sesión, Mónica hizo especial hincapié en esa frase: "el padre de mi hijo". Ya no le confiero el mismo poder. He pasado página. Él no.

30 de abril de 2003

Hemos vuelto a pasar la tarde pidiendo limosna en las paradas de autobús y a la salida del centro comercial. Veo a un niño desenvolviendo una chocolatina y se me derriten los ojos: "mira, Raúl, mira eso...". Y Raúl, que nunca había estado tan delgado (¡nunca había estado delgado!), se recrea unos segundos con esa inalcanzable explosión de azúcar y después me abraza riéndose. Es por eso que sé que no estoy equivocándome con esto: porque ríe, y las cosas sólo han ido mal cuando no ha sido capaz de hacerlo. Sabiendo cómo es mi padre y los medios de que dispone para encontrarnos, nunca estaremos lo suficientemente lejos. Pero ahora mismo, si abro mis brazos en cruz, palpo con las yemas de los dedos el vientre de la libertad. Puedo oler la sangre sin asustarme. Ya no tengo que preguntarle a Freud por el significado de mis sueños: los descifro cada mañana. Presente, no futuro. Que se joda el futuro. Comemos en casas de beneficencia, dormimos y hacemos el amor en un coche sin gasolina, cruzamos el puente del Pilar y nos parece que el nivel de la ciudad desciende; que todo se abre para nosotros en un descenso continuo. Escuchamos esa canción, "Brand new day", y se me ocurre que arte y vida sean tal vez exactamente lo mismo. Y veo a las madres salir del Corte Inglés con sus carritos de bebé, y le digo a Raúl: "yo quiero uno", y Raúl me susurra: "nuestra Gran Obra, cuando quieras". Y se ríe, claro. Siempre se ríe. Después tiene que abrazarme. Empieza a hacer frío.


Un poco de suerte


Mientras se cierra la portezuela enrejada, la voz avinagrada de Juan Francisco recita los resultados de la jornada anterior. Aguirre, dieciocho sacos. Osorio, diecinueve sacos. La nota seca y violenta que desprenden las cadenas del elevador señala el inicio del descenso; en el cubículo comienza la habitual marcha de vibraciones, falsos parones; la creciente oscuridad ensombrece los rostros conforme se adentran en el lento, estrepitoso camino de los setecientos metros hacia abajo. Bolívar, quince sacos -pausa incómoda, tachón de lápiz sobre el cuaderno-. Argüello, dieciocho sacos. Los chirridos, pertinaces como los mordiscos de un roedor, liman la débil luz que ya es lejanía, lejanía desde lo alto. Purificación -y ella baja la mirada-, trece sacos. Los ojos del supervisor, a medio camino entre el marrón sucio del roble y la oscuridad del carbón, lo expresan todo.
- Quiero que cambie el ritmo desde hoy mismito. No podemos permitirnos estos desajustes. ¿O quiere que sus compañeros ganen menos por su culpa? - y tachón de lápiz.
El cubículo se detiene. Tras las rejas, dos débiles lámparas anuncian la antesala de una caverna sin sonido, desoxigenada; el color de una furtiva amenaza.

Los dedos y las uñas reemplazan al pico y la pala. La intuición sustituye a la luz. Los fragmentos de tierra y gravilla se desprenden como continuos riachuelos de serrín. Purificación empieza a notar el agarrotamiento en las extremidades: el espacio del túnel sólo le permite excavar en cuclillas. Pronto mueve la mano hacia el bolsillo, de donde extrae las hojas y se las lleva a la boca. La sensación que despiertan una vez se mastican no es remisión del cansancio, sino un renovado impulso por avanzar, continuar, persistir. Seguir arrancando la tierra pedazo a pedazo, abriendo espacio en una madriguera seca que se ensancha al ritmo de la aguja de las horas, llenar el saco hasta los topes y conducirlo, golpe tras golpe de riñón, hacia la distante luz trémula que señala el camino de los ascensores. Recorrer de nuevo los setecientos metros, esta vez en sentido ascendente, luchar contra la repentina refriega entre sol y retina, descargar el saco sobre el remolque, bajar setecientos metros hacia abajo, masticar más hojas de coca. Doce horas al día, siete días a la semana. Mañana es último de mes y toca distribución por parte de la cooperativa. Algún compañero decía estar contento: hemos sacado mucho trabajo, un poco de suerte y alcanzamos los quinientos pesos.

La luna trasera del camión está cubierta de polvo, pero no lo bastante como para no verme reflejada. No me asusta mi reflejo. Tengo la nariz de mamá, la frente gruesota de papá; los ojos cada vez más cerrados, pero Gustavo siempre hablaba del fondo; que tenían el color del fondo de un cielo sin nubes. No quiso Dios que me casara con Gustavo, quiso que me fuera con Alfredo, y por eso llovió tanto aquél año, y por eso las paredes de Gustavo cedieron cuando él aún estaba dentro. De todos modos, puede que Alfredo tenga su parte de razón cuando dice que Gustavo tenía poco de hombre, que no servía para manejar a una familia. Alfredo ha sabido manejarme tanto que le tengo miedo. Esta noche saldrá de nuevo; no tengo más pesos que darle. Aguantaré los insultos, las amenazas, los golpes en la cara; en estos doce años la cosa no fue a mejor, pero tampoco a peor. Mejor quedarse quieta antes que rechistar. Al menos, después de pegarme se tranquiliza o se marcha. Y así, al menos, se me olvida el miedo que me daba al principio bajar a la mina, cuando me ponía a rezar en voz alta cada vez que oía ruidos fuera de lo normal. Le prometí a Juan que sacaría al menos quince sacos por día, quince sacos, hoy al menos pude dormir cinco horas, no tengo miedo.


"Mamá", le llama el niño mientras espanta a las moscas con la mano. ¿Sí, Carlitos? "Que los zapatos se rompieron". Ya lo sé, Carlos. Ande y corra a sentarse, no sea que se quede sin asiento; mire que el conductor no espera a nadie. "Pero se rompieron por atrás también". Se rompieron por atrás pero hay que esperar otro mes; esta vez le toca a Laura. "Mamá", le llama Laura, que balancea unos pies totalmente ennegrecidos por encima del asiento. ¿Sí, Laurita? "¿Cómo es que Papá gana menos que tú?" Mira, Laurita, porque las cosas son así; no apoyes los pies ahí, pórtate bien como tu hermano Tomás, fíjate qué calladito que está. "Mamá", le llama el otro niño, que ha pasado todo el trayecto mirando el paisaje a través de la ventana. "¿De qué pueblo son esas casa de allá?". De Camargo, hijo. "¿Es un pueblo muy grande, como Potosí?" No hay pueblos más grandes que Potosí, Tomás. "Mamá", inquiere ahora Carlitos, señalando una página de periódico que, por obra de la humedad, el sol y los cientos de pies que recorren el pasillo del autobús cada día, ha quedado fijada contra el suelo. "¿Qué pone ahí?" Mira, Carlitos, pues hablan de una nueva zapatería que van a abrir en Potosí. "¿Y dice algo de zapaterías en Tusquina?". Laurita se pone de cuclillas en el asiento: "Carlos, que mamá no sabe leer, no seas tan engorroso". Carlos intenta arrancar el trozo de periódico del suelo hasta que la madre le pega en la mano. "¿Qué les dije? No cojan lo que no es suyo". Pero el papel ya ha sido lo suficientemente desprendido del suelo como para volar por su cuenta hasta la parte trasera del autobús, a los pies de Braulio, que escapa por un momento de sus silenciosas lamentaciones por culpa de la edad y el cansancio y entorna los ojos hasta que consigue dar forma a las letras negras de imprenta: "La Paz ultima los preparativos para la fiesta nacional del 6 de Agosto". Y entorna un poco más para la tipografía reducida del sub-encabezado: "El presidente Morales: 'hoy, más que nunca, es día para sentirse orgulloso de ser boliviano".