V- Sonidos

Suavemente la espío.
El coraje se extingue
tras rastro húmedo de estío.

Recuento sus pisares
sin hacer ruido; mezo
el remo sordo del sigilo.

No agoniza su brillo:
está anclado en sonetos,
durmiendo en desvanes. Cobijo

para muescas vanas, son
luciérnagas en llagas.
Suspira y presiente mi ruido;

"¿Tanto vale un naufragio?"
Cuestión que agita el aire:
sin palabras, torna el suplicio.

Aún perdido ruego
por un encuentro, mientras
resbalan todos mis sonidos.


Fuga

Un ave de presa. Era un gran pájaro de rapiña bañado en metal, con el corazón roído de asientos tapizados y olor a combustible. Y yo me dejé deslizar por el cremoso tobogán, ese mismo que había construido un año y medio atrás, cuando aquél sueño apasionante fundó las premisas de lo que sería mi vida de ahí en adelante. Me gustó imaginarme como un roedor al que le ofrecen una intrincada gimkama de obstáculos, sólo que mientras los seres en bata asienten y toman notas a mí sólo me impulsa un trozo de queso , la sensación de haber aterrizado en tierra firme, de haberme ganado el laurel, de haber derrocado un régimen. Al mirar a los demás pasajeros del vuelo VY 7259 con destino a Amsterdam descubrí que yo era el único que iba sólo. Atisbé algún holandés, con sus cabellos relucientes de naranja, su aire frío forjado en el comercio, ese tapón de época dorada que toda cultura trata de preservar, aunque cada generación dé más muestras del poder irrefrenable del deterioro. Algunos regresaban a casa, y otros iban en busca de evasión, placeres y la miríada de tópicos que las vacaciones han adoptado como sello distintivo. No vi ningún tobogán cremoso, ni una sólo gota de pintura como la que se derramaba de mí, que había hecho una incisión en mi surtidor para que el río carmesí comenzara a perder reservas y así pudiera dejarme vacío, sin vuelta de hoja ni vista adelante; tan sólo suspendido en tierra de nadie, entre la vigilia y la recompensa de los sueños, con la misma esperanza de regresar a España que de quedarme en Holanda para siempre.

Ya he hablado del ataque de semipánico en el pasillo de embarque, pero no de lo que sentí al abrocharme el cinturón y echar un vistazo por la ventana. Porque a mi izquierda se había sentado un abrigo negro con una ruborizada holandesa enfundada en él, y no parecía ofrecer demasiada conversación. Sacó su libro de Stefan Zweig que no soltó ni cuando el azafato explicó las instrucciones a seguir en caso de emergencia. Mientras todo el pasaje recrea calladamente la adrenalina de un choque aéreo o una pérdida de presión, a mí se me tuercen todas las glándulas en una fuga incontenible. Si enfilaba la vista al fondo de la pista de despegue, encontraba un manto grisáceo, las gotas de lluvia aún agonizando en el reverso del horizonte, chispeando la espalda del ave de presa; pero también una luz siniestra, una luz que no llevaba su dominio al área del aeropuerto. Era una fuente de luz dispersa, que se entretejía por las rendijas entre nube y nube, que difundía una voz anárquica por el final entramado del cielo. No pude ponerle nombre ni apellidos a aquél estallido lejano, que aún estando a miles de kilómetros ejercía un dominio paisajístico muy superior al que los apagados ángeles de Valencia pueden dar de sí. Pero sí supe, con total certeza, que esa luz me esperaba a mí y sólo a mí. Cuando el avión inicia su caótico despegue, cuando de pronto el caucho rodante se despide del suelo, el cuerpo experimenta una especie de liviandad; sale del agua y respira de pronto la atmósfera de un planeta extraño, recupera las alas de la infancia a través de sus llagas zurcidas. Sentí el avión enfilarse al plúmbeo hogar de los cielos, y mi garganta a la vez quería volver abajo, a tantear el tacto rasposo del arcén, a recoger a mis amigos del suelo y darles un paseo por la infinidad de las nubes. Siempre que vuelo procuro asegurarme una plaza justo al lado de la ventanilla, donde puedo ver el ala torcerse mientras el mundo, ahora extrañamente plano e insignifiante, sigue abajo con sus casas hechas cabeza de hormiga; los coches que antes parecían demasiados, irrespirables, ahora parecen soldaditos de plomo recorriendo un laberinto de cartón, donde se podrían recolocar o amontonar o arrojar por la ventana. No se trata de sentirse poderoso, sino de sentirse ajeno. El mundo ya no está a tus pies: está miles de metros por debajo de tus pies. Uno ya se ha fusionado con las corrientes y caprichos de la atmósfera, se siente danzar con los granitos de arena que el viento transporta desde Marruecos, vuela con el alma más evanescente, más bailarina de ballet que nunca. Y sólo unas austeras paredes de metal te separan de esas dunas de desierto que se forman ahí abajo: se extiende una alfombra nívea, de blanco circular y esquivo; los cumulonimbos ofrecen un nuevo suelo de filamentos de agua, y puedes ver en ellos formas imposibles, que sugieren un prestidigitador haciendo de las suyas en tu cabeza. Yo vi huellas dactilares en remolino, vi la famosa cara humana de Marte, vi olas rompiendo y serpientes devorando a Laocoonte. Y sólo se oía el zumbido todopoderoso, ese estruendo que ruge a ambos lados del avión y te deja el tímpano reducido a un plañido roto. Y pensaba: ‘si todo esto es magia, ¿qué será lo que me espera abajo?’. ¿Qué iba a encontrarme en la lengua viscosa de las Tierras Bajas? ¿Vería más huellas, más olas, más serpientes?

Las vi. Y esta vez no habían ventanas ni corazas que nos separasen. No eran gaseosas, ni inasibles, y tampoco había rugidos de motor: sólo el latido apacible de los canales, los giros de manillar, la caída incesante, pero siempre prudente, de la lluvia holandesa. El choque de los remos en el agua o el susurro de una calada que me alejaba metro a metro de mi hogar, tendiendo unas raíces secretas en la llanura sin fin de Holanda. Era el silencio de una dama pintada por Rembrandt, o el granate de los edificios en fila por la Liedseplein. El canto de las palomas agrupándose junto a los turistas en el Spui Centrum, y una sonrisa inexplicable, incomprendida, observándolo todo desde un banco. Qué hermosa ciudad, y qué hermoso mundo éste para el que ya ni siquiera se necesita una fortuna para recorrerlo y desentrañarlo. No dejes que te cojan por los brazos si quieres saltar al cráter. Fúndete con la lava y deja una hermosa figura de plata para que todos puedan ver las marcas que dejó el misterioso vacío, y que nadie más se atrevió a explorar. Y que todas las estatuas vayan contigo ahora, que tienes una cara más por la que podré conocerte.

Te diré

¿Pides otra para mí? Tengo la boca algo seca. ¿Por dónde iba? Llevaba más tiempo del que se puede contar doblando las mismas esquinas y mirando, de refilón, las mismas vitrinas. Me había dicho demasiadas veces: ‘esta vez, sí’. Pero tan pronto como me plantaba frente a alguna, ni me atrevía a mirar por encima de la cintura. Al menos notaba que a todo el mundo le pasaba lo mismo; no importaba si eran españoles, eslovenos o turcos. Nada, que no me decidía, ‘bueno, si lo intento una vez más, al final…’ y era la cuarta vez que me lo decía. Alguna me lanzaba alguna mirada por lo menos un poco cómplice, menos acojonante y pensaba ésta vale, pero claro; de tanto pensar, cuando ya me había decidido me encontraba con la cortina echada.

Estaban, también, estos italianos disfrazados de un cruce entre troglodita y deportista -lo que creo que se dice tifosi en su lengua- que daban las mismas vueltas que yo, eran peores porque encima fanfarroneaban; eso sí, benditos macarroni que me dieron las alas que me faltaban. Les vi que se las daban de hombres y al mismo tiempo no eran capaces de pararse más de dos segundos. Eso puso a cada uno en su sitio. Al doblar la esquina, esa misma en la que nos despedimos, ¿recuerdas? Comencé a caminar pegado a la calle, pensando: ‘la próxima y punto’. Y pronto apareció, sólo que casi tengo que retroceder de la impresión. Digo: ¿Todo esto para mí? Casi me quedo de piedra con esos dos volcanes en plena erupción, se los veía a presión bajo un sostén así como plateado. Y por si fuera poco, esa mirada como de gato montés, o de asiática, a ver quién es el audaz que la retiene con calma. Me abrió la puerta y entré sin mirar atrás, porque atrás no había más que una horda de curiosos reprimidos, o envidiosos, o estupefactos.

Le hablé con total franqueza, como si fuese lo más normal del mundo haber acabado allí. Apenas me fijé al principio en la serenidad y el calor que había dentro, ni en el armarito con no sé cuantos artilugios de placer, ni en un corazoncito de peluche encima de la cama que me hacía babear. A mí me daba que lo estaba haciendo bien, hasta parecía un cliente asiduo. Tenía siempre en mente la historia que iba a poder contar, y entonces suelta ella: ‘¿Es la primera vez, no? Mejor que te relajes, porque si no, mi amor, nada funcionará’. No, no había sido un buen principio. Y mejor que dejara que ella tomara el mando, tal y como están las cosas… creo que antes habrían entrado seis o siete idiotas con el mismo color de cebolla en el rostro. Y hablamos de lo que hablamos, no es de extrañar que ellas sean tan receptivas a estas cosas. Se la veía un aire de animal salvaje, captó mi nerviosismo a cien leguas, seguro. Encima, voy y le pregunto si se paga antes o después. Me sentía como patinando desnudo sobre una pista de hielo que se resquebrajaría al menor descuido, y como si todos menos yo supieran cuáles puntos de la pista son vulnerables y cuáles no. Me veía hundido en el fondo, y como que estaba paralizado. Pero para algo está la experiencia. No, idiota, hablo de SU experiencia. Me lo quitó todo con arte, con buen hacer, y de alguna forma me indicaba los pasos a seguir sin hacerme sentir ridículo a la vez. Era como para sentirse, supongo. Túmbate ahí, póntelo así, súbete aquí, ¿a qué tío le gusta recibir instrucciones en estos casos? Siempre queremos ser nosotros los capitanes, y yo allí era un aprendiz en una prueba de fuego; con la suerte de tener una instructora, por lo pronto, algo comprensiva. ‘Relájate, estás temblando…’ Dijo ser griega, desde luego belleza tenía, y yo escogí bien; pero bien pudo haber mentido, porque tenía un inglés perfecto. Mejor que el mío, y yo he estado en Londres, eso creo que te lo conté, ¿no? Allí arriba sólo vi el foco rojo, y cerré los ojos cuando comencé a sentir, o mejor dicho a escuchar – porque yo estaba en otra parte – ese ruidito tan dulce. Y con eso se me quitaron los temblores de golpe. Una sola vez me atreví a mirar, y poco duró, imposible era hacerlo de frente. No, ella te miraba a ti. La cabeza subía y bajaba, pero sus dos ojos verdes, alumbrados por el rojo que le da nombre al barrio, estaban como fijos entre la cama y el techo. Cuando de pronto escuché: ‘¿Mejor ahora?’. Y fue como si a Dios le hubieran prestado un altavoz, una línea de comunicaciones entre la casa y el cielo. No, yo ya no estaba nervioso. Pero sí estaba un poco bebido. Bebido de sensaciones, eso quiero decir. Si no, ¿cómo explicar que de los primeros momentos lo recuerde todo y, de lo siguiente, sólo recuerde fragmentos medio rotos?. Así es la cabeza, Juan; recuerda lo que más odias y olvida lo que más necesitas. Así que ahí estaba mi reflejo, mis labios entreabiartos, mi estupefacción desdoblada en el espejo en forma de arco que cabeceaba la cama, donde supongo que muchos adorarán verse y yo no hacía más que preguntarme, quién es ese tío, que tanto suda y tan abiertos tiene los ojos, sé que debajo hay una griega, debería disfrutar. Y estuvo bien. Creo que… no, cincuenta. Por cincuenta creo que se puede decir que vale la pena. Aunque tuvo que terminar con la mano, porque yo no fui capaz de dárselo. Pobre Alexandrea. Luego me estuvo hablando un buen rato, porque es parte de su trabajo el ocuparse emocionalmente de quienes vienen a verla; ni un solo psicólogo en el mundo consigue lo que ella. Me habló de las horas que trabaja, y los tipos que vienen cada noche, y de la mujer a la que paga su parte, que es finlandesa y al parecer tiene un ojo de cada color. Me dijo que estaba contenta, no ganaba precisamente poco y viéndola uno lo entiende. Pero piénsalo. Noche sí, noche también. Primero uno, luego doscientos. ¿Cuánto crees que se puede aguantar un ritmo así? ¿Cuántos días piensas que será capaz de justificarse lo que hace? Te equivocas. Yo creo en la fuerza de la moralidad, y sé que no es cierto eso que dices. Es una fuerza bastante puñetera de la que unos salen mejor parados que otros, pero a la postre nadie se escapa. Pues claro.

Pareces tan pacífico, me dijo. Tan bueno. Seguro que tiene que hacer frente, a diario, a toda clase de pendencieros que vienen a poco más que cabalgarla con su peste a cerveza. No me extraña que me apreciara. En verdad nos llevaríamos muy bien si nos viéramos más a menudo. Nah, no creo ser su tipo, aunque el tiempo es una caja de sorpresas… pienso que la debería ver más a menudo. Cuando salí de nuevo a la calle –por cierto que, en ese momento, las miradas de los curiosos ya me la sudaban -, ella no me miraba como antes. Era como más de igual a igual. Y me dio dos besitos que, la verdad, no veo que las demás se los den a sus clientes. Allí había algo especial. ¿o no?

Pero escúchame bien. Me acabas de decir, ya sé, que no piensas ir allá. Lo dices, creo más bien, porque en realidad no te atreverías. Pero la curiosidad, pica ¿a que sí? Pica como debían hacerlo los mosquitos del jurásico. Hay que andarse con ojo porque me parece que uno no desea más que volver. Somos consumidores por naturaleza, o por perversión de la naturaleza, y aunque todo el cotarro está montado para que tu mente recuerde que has llegado allí por casualidad, nada… hay poca diferencia entre eso y un supermercado. Hasta puedes escoger a la que tú quieras. Junta un lavadero de coches, una consulta psiquiátrica y un jardín de las delicias; y lo tienes. Ándate con ojo. ¿Yo? Curiosidad, de eso te hablaba. Eso me llevó y eso me ha detenido aquí. Para nada. Y Alexandrea es una mota en el pasado. Sabe a rosas, pero están atrás; bien lejos. En el fondo no te pierdes nada, chato; y tú tienes tu chica, y además una bien inteligente. Has de cuidarla bien.
Vaya, bonita forma de decirnos que están cerrando… vas pagando mientras saco tabaco, ¿eh? Se nos han ido las horas aquí, mañana más. En realidad no es tan tarde, ¿no? Las once y pico. Por esta zona siempre cierran pronto, hay que irse más para el centro, más al barrio rojo, para encontrar algo que abra hasta tarde. No, Juan, ve tirando tú para el hotel. Yo voy a tardar unas horas más. No, prefiero ir sólo.

Tierras bajas

Puedo regresar a las formas arenosas de las nubes, al llano interminable de Holanda y, ahora sí, respirar en paz y silencio.
Los sueños son para mí una especie de guía. Procuro no tomármelos nunca en serio, pero aun así, hace tiempo que dejaron de ser nada más que imágenes inconexas, porque muchos textos de los que escribo empezaron siendo, precisamente, una de esas imágenes. Pero el hecho de que provengan principalmente de sueños tiene poco que ver. Son imágenes que, en su tesitura (y sobretodo, calma) adecuada, podrían surgir estando bien despierto. Su irrupción significa, para mí, nada más que una base. Esas bizarras visiones, a las que tú ya le has colgado, perspicazmente, el rótulo de ‘Ideas’, son sólo fragmentos de una roca mayor que se yiergue en tu subconsciente. Todos sabemos que da mucho miedo asomarse a él: está oscuro, hay tactos y olores extraños, y voces ante las que uno, a veces, se pasa la vida entera tratando de taparse los oídos.
Pero las esquirlas salieron de ahí, no cabe duda. ¿Porqué dejar que se queden así, aguardando que las barra el viento?
Recógelos. Lámelos si hace falta. Míralos bien por cuanto ángulo se te ocurra, o te parezca interesante. Y cuando estés preparado – por ejemplo… ¡Ya!-, conviértelas, desdibújalas en otra cosa. Para la vida, en verdad, más allá de la mera exploración artística, solemos hacer lo mismo. Un amigo le cuenta a uno cómo llegó a ser traductor; le presenta su ambiente y su camino. Entonces uno pone en marcha su rueda de pensar, y sentencia: ‘yo también quisiera ser traductor’, y pone a cocer toda su carne para lograrlo. Pero ¿fue éste un deseo espontáneo surgido de la simple conversación con un compañero? Lo dudo mucho. Ya le habían caído, puede que ni lo recuerde, pequeñas esquirlas de esas tan brillantes y agradables. Quizá en su infancia, cuando supo por primera vez que existían traductores, y qué era lo que hacían. Y esas esquirlas, evaporadas por muchos años, no hicieron más que cristalizar en boca de su amigo Pancho el Traductor (por ejemplo).
¿Y cómo vino eso de Amsterdam? Pues con otro sueño, o mejor dicho: con más nevadas de esquirlas. Con esa imagen de un paseo por las calles de Amsterdam, con los mejores amigos al lado, y dentro incluso del sueño yo notaba ese escurridizo vapor de la felicidad. Como si algo latiera en las entrañas de esa ciudad, y de ese temblor se despeñara una llamada urgente; un ‘¡por aquí!’. Planifiqué ese viaje durante año y medio, llamando y rellamando a mis amigos hasta su completa extenuación; oficiando de coordinador para un viaje que nunca sería como tal. Finalmente no pudieron o no quisieron ir, y me vi de pronto, dieciséis meses después del sueño, totalmente sólo frente a la puerta de embarque, mirando cientos de aviones perdiéndose en un atardecer sombrío y húmedo. Mientras tanto me preguntaba qué diantres estaba haciendo, y con esa pregunta hirvieron el pánico, la inquietud, el ansia, el arrepentimiento (¿estaré a tiempo de cancelar el pasaje?) y qué sé yo cuántos ingredientes más.
Por sorprendente que sea, esa sensación venía a ser la traslación de un sueño que se cumple. Me sentía así porque, allí, subiendo al avión con ese repentino subidón de adrenalina – totalmente legal, encima – me veía haciendo exactamente lo que deseaba. Sin obstáculos, ni baches, ni tan siquiera intermediarios entre yo y mi destino. A partir de ese momento, nada estaba planeado. Una maleta, una reserva en el hotel y una auténtica inexistencia de perspectivas. Mi plan consistía en no tener ningún plan. Y de esa ilógica, de esa carencia absoluta de orden, se tejió una historia bien coherente y sobretodo, divertida. Sentí estar viviendo, en cinco días, más de lo que había vivido en meses.
Igual que en mi última visita a Barcelona, aunque ésa tuvo a su favor el ser una experiencia compartida. Una experiencia en soledad ya tiene su valor incalculable, pero si esa experiencia abraza a los que te rodean, se multiplica. Se le suman ceros y kilogramos de oro. Reordena y colorea el entorno palmo a palmo.
Pero pasear tú sólo por un pedazo de Tierra que nunca habías pisado tiene también mucho peso. Tanto, que se confunde entre tus arterias y las del mundo; y mientras uno se siente vibrar como una pluma, ese peso se abre en abanico ante ti, hasta que desaparece para mostrarte un paisaje como nunca antes lo habías visto. Lo que son cinco días de menos, se vuelven de algún modo cinco años de más en tu carrera vital, en tu crónica.
¿Y de dónde vino todo?
De un sueño. De un simple y ridículo sueño que su portador se empeñó en materalizar, para seguir soñando despierto. De unas esquirlas de roca que guardé en mi bolsillo, y ahora se han convertido en otra cosa. Por ejemplo, en cinco años de más.